domingo, 30 de noviembre de 2008

Los robots


Son cosa extraña, los robots. Quien afirma no serlo es uno de ellos; los que desean serlo jamás alcanzarán su matématica y difícil improductividad.
Capítulo distinto nos merecen aquellos que se jactan de haber sido robots en el pasado, aun serlo todavía: pues huyen de la muerte simulan la quietud o la velocidad, suplantan contraseñas que no existen; provocarán su muerte, su muerte de robots, aquellos que recelan la existencia de unas claves, de un lenguaje específico: también los recelosos morirán, pero en vida, al instalarse en una tierra de amargura y de dudas, en el resentimiento de no ser ya la carne mortal ni el silicio inmortal -que es por ello mortal en infinitas ocasiones.
De noche los robots iluminan sus circuitos internos: viven así el frío y el calor, para la noche externa y en sus día internos -donde la oscuridad no existe-; con los ojos abiertos, registrando. Haciendo su trabajo.
Definitivamente a salvo en la cordura mecánica de su inconsciente indeterminación.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Las curas

Hueso me lo dijo y yo no me lo acababa de creer, porque Hueso es demasiado fan, pero mira que contra/cuanti más lo escucho más me engancha el último de The Cure. Algunas suenan a ya oídas, pero qué bien se (me [¿hago viejo?]) dejan oír...







jueves, 27 de noviembre de 2008

Las bestias


Ya sé por fin que el río está aquí dentro y eso basta: sentir seguridad en este avance, por mínima que sea, sería suficiente -ya lo es-, siquiera la buscada por los locos, los suicidas, por quien sea, al sospechar que da la espalda a los milagros, a los monstruos -espera, escucha el ruido: ya lo es- que dibujó con mano firme la torpeza de los días y las noches y los días tendidos contra el bosque, y observarlo -ya lo es- ardiendo una vez más: continúo mi avance, aguardo que lo sea, no puedo detenerme, se dibuja otra vez: para encontrar las mismas aguas de este río, para probar con otra bestia.
Buscar un bosque más allá, seguir nadando.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Los robots


Mañanas como nubes, aeroplanos, que son también los días: veloces se escabullen, como hélices; pesado el remontar, su ideación reciente; volver a concebirlas, como cada mañana. Alas, ¿pero qué alas? No interrumpen su fluir nuestras alarmas, arriba y hacia abajo, tampoco son las nubes lo que miro si no hay tiempo. Y si lo hay las imagino, a ellas también: la lentitud, esa menuda forma de la felicidad.

Aumenta sus dominios de forma involuntaria, al arrastrar mis tazas [de café]. Vigilo los abismos, vigilo: es un decir: [¿ya despierto?,] despacio avanzo en el estudio de la nueva catástrofe, aquella máquina más grande, inmensa. Sigo las cuentas, tomo notas: estoy dentro. Doy sorbos lentos [al café], termino de arrojarme.

Cuando llega la hora de salir, salí hace tiempo. Me parece un milagro si llevo puesto el pantalón. Lo he recordado, ya estoy allí: arrojado a esa máquina donde todo funciona a veces, pero me necesita una y otra vez.

miércoles, 19 de noviembre de 2008



Pero también la ausencia de la imaginación
debía ser imaginada.
"The plain sense of things", vv. 13-14

La investigación





Es como si

hubiéramos llegado hasta un final de la imaginación

inanimado en un savoir inerte.

"The plain sense of things", vv. 2-4

Horas después de colgar la serie de imágenes basada en zooms de una foto que tomé con mi móvil caminando hacia Zarandona, vuelvo a casa con la reciente edición traducida en Lumen -Daniel Aguirre- de La roca de Wallace Stevens. Vuelvo a leer un poema que me entusiasmó hace cinco o seis años en otra antología previa -Círculo de Lectores-: "El sentido claro de las cosas". El verbo entusiasmar no refleja con exactitud la exacta conciencia que me dio el poema de muchas de las cosas que vivía entonces. Es raro, porque pienso en las imágenes que colgué esta tarde y pienso que, de alguna forma, riman. Así que subo un par de fragmentos.

La investigación


La investigación




La investigación




La investigación




La investigación


La investigación


La investigación


jueves, 13 de noviembre de 2008

Una reseña de Mario Levrero (III de... ?)



-¡El señor quiere saber si falta mucho para llegar a alguna parte! -exclamó el hombre, en tono de burla, y volvió a reír sin darme respuesta.

Mario Levrero, La ciudad, Plaza y Janés, Barcelona, 1999, p. 31.

(Imagen vía)

Una reseña de Mario Levrero (II de III)


La situación fue empeorando.


Mario Levrero, La ciudad, Plaza y Janés, Barcelona, 1999, p. 21.

Una reseña de Mario Levrero (I de III)






Pero mi historia no pareció despertar el menor interés, y la dejé morir.

Mario Levrero, La ciudad, Plaza y Janés, Barcelona, 1999, pp. 23-24.



(Imagen vía)

lunes, 10 de noviembre de 2008

El informe


El martes por la tarde, en reunión extraordinaria, presenté mi informe y todo el mundo me aplaudía. Después del resto de las intervenciones salimos a cenar. Estuvimos bailando, bebiendo, cantando en karaokes. El martes por la mañana me dolía la cabeza pero una llamada de Tutsomu me hizo absurdamente feliz; le aticé un puñetazo a un tipo en el parking y él le propinó otro al jefe de otro departamento. Fuimos al cine por la noche y Soru se echó a llorar a mitad de película; yo me reservé para el final.

El jueves estuve en Kobe y comí en un restaurante construido sobre pivotes de madera, en el mar. Estaba decorado con extrañas cortinas amarillas y olía a rosas, a salitre y a pescado. Por la tarde, en el hotel, pasé todo el rato viendo la televisión; también por la noche, excepto un rato que dediqué a pasear.

De vuelta el viernes, fui a cinco o seis reuniones en cinco o seis puntos distintos de la ciudad. Antes del mediodía presencié un accidente de tráfico, quiero decir que vi los cuerpos mutilados de los accidentados. Por la tarde contemplé los rascacielos del centro desde un ascensor transparente, a la altura del piso quincuagésimo séptimo; creo no haber sentido ese vértigo fascinado de sí mismo desde que estaba en primaria y viajé con mis compañeros hasta Tokio por primera vez.

El sábado fuimos a ver a los padres de mi mujer. Para cenar mi suegro nos condujo a un restaurante español: un torero y una mujer vestida de gitana bailaban en el centro del comedor y yo volví a dejarme llevar por mis recuerdos, he vuelto a recordar mi infancia al probar el café, el viaje aquel de mi infancia porque también visitamos un museo, el museo estaba en la planta vigésima de un edificio ya viejo entonces. Allí probé por vez primera el café, me lo tendió una chica mayor que yo de la que estaba enamorado.

Al salir del restaurante una pareja discutía a voz en grito y he recordado un cuento de Kawabata adaptado y dramatizado para la televisión. Mi suegra ha gastado una broma que todos han reído con ganas, pero yo no la he escuchado y por lo tanto no me he reído, sino que me he limitado a mirarlos, supongo, con cara de lelo, porque pensaba en asuntos a resolver de mi trabajo esta semana que entra. Gasté lo que me quedaba de domingo trabajando en mi informe. Soru, mientras tanto, ha estado leyendo.

Me llevó todo el lunes terminarlo. Mañana lo presentaré.

domingo, 9 de noviembre de 2008

El contagio


Salimos del cine agotados porque Patricia ha tenido otro de sus ataques y la única forma de contrarrestarlos, ya lo he comprendido, es reproducirlos en mí mismo con la misma o mayor intensidad. Antes hemos comido en el restaurante del Instituto Oceanográfico, rodeados por escualos que se desplazaban lentos y mortales en torno de nosotros, vigilándonos tras las paredes transparentes del acuario circular. Lo peor había de venir después, cenando, pero porque la cinta era de miedo, o sea de vísceras, de monstruos, esas cosas. La policía ha estado siguiéndonos toda la noche, al parecer; el amanecer nos ha sorprendido en una iglesia, sus campanas han sido nuestro despertador. Agazapados tras una columna, hacíamos recuento de los raptos miméticos de esta semana. Hacíamos chistes sobre liarnos petardos con papel biblia. Tras tanta suma buscamos algo que nos reste, pero qué.

Solo tras el desayuno los medios han venido hasta el burguer y ahora todos saben nuestra historia. Al parecer, ahora todo el mundo se ha vuelto loco. Debimos hablar ante las cámaras con una inopinada aura religiosa, tal y como se debía entender, hace siglos, dicha aura, ese halo: infeccioso y eslabón de la imparable repetición. Nuestros captores han triunfado tras descubrir nuestro funcionamiento. Y que también estábamos agotados. Imitar no es simular, pensamos, así que hemos cambiado de bando. Se burlan, más allá de los barrotes: nos imitan. Quizás nos lleve demasiado tiempo mirar lo que nos queda.

jueves, 6 de noviembre de 2008

La princesa vikinga


La princesa vikinga inventó el mar
para que nos perdiésemos, borrachos
de aventura, y pudiésemos
echarla así de menos.
La reina del océano, aquella que devora
todo el sudor, partido de antemano,
como una nuez, entre sus quillas,
y nos ordena que rememos.

Como el fuego en su pelo pelirrojo,
para llevarnos, prende el huracán y la tormenta,
agita el mar como quien mueve
su cabeza asintiendo de forma distraída,
quizás para librarse de nosotros,
y arrastrarnos al fondo
de su saliva, donde habitan
engendros abisales que nos miran
para juzgarnos prescindibles,
peones de un tablero que no existe,
normas secretas para un juego
que se hace sin nosotros,
que sólo así ella gana,
esquirlas en su cuerpo de madera y de miel,
restos previos al maremoto.

La princesa vikinga es un hechizo
donde todas las flores son palabras
secretas y sagradas que tratamos
de recordar inútilmente,
un antiguo jardín que alguien perdió
por no saber cómo agradarla. Así su furia
descendió hasta nosotros y se hizo la noche.

La princesa vikinga es un caballo
con senos protegidos por lorigas de plata,
las alas poderosas de un mundo más allá
de los mapas, el músculo del cielo
y un río que desciende hasta el infierno
en misión de rescate.

Su rostro es una luna que nos clava sus ojos
y bebe el pensamiento
para darnos el camino de vuelta.

Amasa el pan cada mañana, el pan
que devoramos a diario
los héroes del amor.




[Escribí este poema hace cosa de tres años. El libro en el que, en principio, estará incluido, avanza lento pero creo que ya firme hacia su terminación. Sigo sin escáner, así que subo una versión de la Calpurnia shakesperiana, no pelirroja pero de Jack Kirby -no se pierdan el resto de diseños que hizo para Julio César, aquí].

domingo, 2 de noviembre de 2008

Vuelvo enseguida


Quiero decir, si no acaba con mi cordura el Windows Vista, que de momento no reconoce ninguno de mis dos escáners: no puedo, por tanto, acompañar con dibujicos unos cuantos cuentos y otras cosas que acumulo, espero -no se vayan para siempre, por favor, y vuelvan, vuelvan a ratos-, para Vds.