martes, 30 de noviembre de 2010

Fragmentos en construcción


-¿Sabe cuál es la enfermedad que más frecuentemente suele darse en gente que comparte con usted esa dedicación?

-Disculpe pero, siendo franco, he de decirle que... no, no me interesa... -respondí, y justo entonces sentí otra vez ese dolor de cabeza, regresando. Agaché la cabeza, sosteniéndola con una mano, pero seguí diciendo:- Por otra parte, señor, no es una dedicación muy diferente de la suya...

Para mi pasmo, el funcionario puso de repente, con dificultosa rapidez, una pierna sobre su mesa. Movía la punta de su zapato, ya fuera de la mesa y casi rozándome, mientras el gesto de su rostro daba fe del esfuerzo que debía hacer, con sus brazos arqueados y en terrible tensión sobre los brazos de la silla, para no resbalar de ella y caer, hecho un guiñapo, definitivamente al suelo. Entonces comprendí que lo que el oficinista había tratado de hacer era darme una patada. Con otra contorsión que recorrió su cuerpo como si de una serpiente se tratase, me lo encontré de pronto, con la misma sorpresiva celeridad, abrazado con los dos brazos a su mesa y con su cabeza, casi rozándome, apuntando hacia el suelo.

Moviéndola hacia delante y hacia atrás. Cabeceando.

Hui de allí. Con todos mis documentos y visados aún sin registrar pero, cierto es, con las ideas más claras acerca de la manera en que debía conducirme, desde allí.

Y vine hasta aquí. Porque, tarde o temprano, debía venir a contarlo.

martes, 23 de noviembre de 2010

Al fin, el frío


"Ahora que el invierno está próximo, el cuerpo rehúye las calles pero la mente las busca con alivio, feliz de haber dejado atrás el embotamiento del verano", escribe Jordi Doce en "Invernal", última entrada de su blog. "Cuerpo y mente prefieren estaciones distintas", continúa, y remata un poco más adelante: "El invierno es para él, desde hace mucho, el espacio para el juego del pensamiento". Lo primero que pienso es en la extraña, por dilatada, duración en nuestras latitudes del verano. Hace tiempo que me pregunto cuándo dejó de ser el verano, para mí, la estación ansiada; la estación del éxtasis, valga el oxímoron.

Pero esta tarde he estado echando un vistazo a todos los poemas que he ido rescatando de mis cuadernos, estas últimas semanas, y que he compuesto desde principios del verano pasado. Y me he sorprendido mucho. Nunca he compuesto, creo, poemas de una manera tan unitaria. Tampoco esperaba un libro, porque creo que tengo un (breve) libro, sino tan solo un montón de versos dispersos. Es, eso sí, un conjunto de poemas extraño, pero que tiene la capacidad de sorprenderme, porque es como si lo hubiera escrito otro. Como si las imágenes se hubieran ido construyendo sin mi ayuda, esquinando un sentido que ni les pertenece ni, claro está, me pertenece nunca a mí. Como si lo hubiera escrito otra persona mientras yo, durante todo ese calor, sencillamente, hubiese estado ausente.

Vuelvo a las palabras de otro, porque las palabras de otro son las que mejor explican lo que uno quiere explicar, cuando debe o quiere explicar algo. En la revista on-line Filosofía para llevar, y cuando se le pregunta por el sentido de la vida, Félix de Azúa afirma: “La religión ha desparecido, tiene una función privada. Una función privada, prácticamente como la sexualidad. […] ¿Ciencia? La ciencia, qué voy a decir, se ha convertido en una especie de efecto de atracción de inversiones a través de enormes compañías. Lo que funciona como ciencia, Hawkins, etcétera, son efectos mediáticos. […]Y [el] arte lleva el mismo camino. El camino no sólo de desaparecer sino un poco de convertirse en la representación de su propia desaparición. Si estos tres grandes mecanismos acaban deteniéndose, estaremos viviendo por primera vez en una sociedad que no tiene recursos de significación, recursos de sentido. Y ahí se abre una incógnita apasionante. El experimento de vivir en una sociedad que no sólo carece de sentido o significaciones sino que en cierto modo se sustenta sobre eso, una sociedad asumidamente nihilista, es un experimento fantástico. […] Ése es el desafío ahora, el desafío es ese: ¿Podemos o no podemos subsistir por nosotros mismos, sin ayudas externas?”.

Pienso en ese libro, otra vez, y sí, es como si lo hubiera escrito otra persona. Mientras yo me ausentaba durante ese calor. Pero también pienso que escribir esos poemas no ha sido mi forma de ausentarme, de irme a un rincón apartado, por así decir, para escribirlos. Sino que era, exactamente, en esos lapsos en que los anotaba en mis cuadernos, cuando yo me ausentaba de verdad.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Vida en los cuadernos



El joven que quiere ser escritor escribe en su cuaderno "una mujer desnuda" y la novia del joven siente, al leerlo, una vergüenza instantánea: sabe que es ella misma quien yace allí, desnuda, en el cuaderno.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Un bosque


Revuelvo entre mis libros más viejos, estos días, para llevar a mis alumnos de bachiller ejemplos de procedimientos narrativos. Después de años, sacarlos de sus estantes, hojearlos en el tren, llevarlos hasta el centro, mostrarlos ante los chicos... Es como devolverlos a la luz que no ven salvo aquella que tímidamente reciben en el encierro de casa, para que yo los relea de vez en cuando o, en muchos casos, que al fin los lea.

Pero algo me llama la atención en todos ellos, y es la forma en que el papel ha envejecido. Haciéndose más oscuro, regresan a su origen; como quiso de todas las cosas Anaximandro. Vuelven a la madera de la que una vez partieron. Pienso en mi casa, cuyas paredes van forrándose de libros desde hace años, desde que mi padre me inoculara, cuando yo era niño, el respeto y el amor por los libros, y pienso que todos estos años he estado construyendo un bosque muerto a mi alrededor, una tumba en la que yo acabaré poco a poco, espero que lo suficientemente despacio.

Madera vieja, una cobertura. Como una barrica en la que el vino de la imaginación y el pensamiento ajeno envejece despacio para uno; para que uno lo deguste; y enmende en parte, en lo posible, la insuficiencia de la imaginación y el pensamiento de uno.

No seré enterrado aquí. Pero, con suerte, sí lo hará mi inteligencia: irá desvaneciéndose, espero -poco a poco, ojalá- en esta tumba de madera que va siendo mi casa desde siempre, en esos libros que van siendo mi hogar. En esta tumba que es también un bosque, senderos abiertos, caminos de madera. El bosque multiplicado en el que quiero seguir perdiéndome, y envejeciendo.