jueves, 31 de mayo de 2012

Me he quedado sin conversación

 

Me he quedado sin conversación, sabía que esto iba a suceder. Como un cazador que tiene sus flechas contadas, he tratado de administrar con cuidado, todo este tiempo, mis intervenciones entre los demás. En ocasiones, es cierto, he gastado alegremente mis palabras como si mi repertorio de ellas fuese ilimitado: si tarde o temprano esto iba a suceder -oh, sí, lo sospechaba, lo sabía-, ¿por qué no tratar de brillar mucho, siquiera por un rato sentirme el centro de atención, parte en todo caso de la máquina bien engrasada de la vida social? He disfrutado abandonándome a esa inconsciencia que supone hablar por hablar, reír y bromear, contar anécdotas sin fin. Ahora, sencillamente, voy a tener que acostumbrarme a que todo eso se haya terminado: mis amigos me toleran a duras penas, sospecho que se sienten obligados pro el vínculo que nos ha unido estos años. Pero crece entre ellos la incomodidad, creo que muy pronto van a darme la espalda. ¿Cómo culparles? ¿Por qué seguir dando cobijo entre ellos a alguien que no les aporta nada? Lo que más temo es que interpreten mi silencio como aburrimiento o desdén.

En el trabajo cumplo con mis obligaciones lo mejor que puedo. En los lapsos inevitables en los que uno debe rendirse a las confidencias y la relajación entre iguales, me he esforzado por participar disfrazando la verdadera naturaleza de mis aportaciones, escasísimas por lo demás: su condición de torpes imitaciones y repeticiones de lo que los otros hablan. Creo que se van dando cuenta de mi maniobra y debo allí también, en el trabajo, confinarme de forma progresiva. 

Paso revista mentalmente a todos los temas que me han servido siempre para conversar y sentirme parte de los otros, de la gente: no me puedo creer que los haya agotado, debe de haber algo que aunque sin resultar especialmente novedoso yo pueda convertir en una suerte de variación, de variación desesperada. Pero es inútil, no lo encuentro. A todas horas trato de permanecer solo, es la única forma de poder ocultar mi anomalía. Mi expresión vacía, inútil, tan estúpida. Mi encogerme de hombros, mi darme media vuelta, mi silencio.

domingo, 27 de mayo de 2012

Revolución



Donde unos invocan lo incomprensible, yo dudo de mi inteligencia. Todas las tardes que hace buen tiempo, leo en mi terraza sentado en la misma orientación con respecto al sol para que su luz no me moleste de forma directa. Pero hoy el sol se sitúa en un lugar no acostumbrado. Antes de acudir a lo sobrenatural, repaso mentalmente mis muy básicas nociones de astronomía y concluyo, sí, en la imposibilidad lógica y física de tal suceso.
Quizás el pedazo de tierra sobre la que se asienta mi edificio se ha desplazado en un ángulo de noventa o cien grados, ¿o no podría el sol haber contravenido por un breve lapso de tiempo, el que le bastaba para esta modificación, las leyes que me enseñaron de niño? Si ha sido la tierra quien se ha desplazado, ¿lo ha hecho aquella sobre la que se hunde y se levanta mi edificio, la que corresponde a todo mi barrio o a la de toda la ciudad? Un desplazamiento de fallas y de estratos extraordinariamente imperceptible, silencioso, o del que yo no me he enterado, pero es que yo nunca suelo enterarme de nada, quizás todo ha vibrado durante medio minuto pero yo estaba ensimismado, reconcentrado en alguna de mis modestas, inútiles actividades.
Puede tratarse de un movimiento tectónico que afecta a la península entera en la que se halla mi país, o acaso el corrimiento geológico ha variado la distribución continental a un nivel planetario. En cualquier caso, no ha habido terremotos ni desastres: ya me he encargado de comprobarlo en internet y en el resto de medios. Nadie parece hacerse eco. Desconozco, por tanto, la escala del desconcertante cambio en la posición del sol, que es, no debo olvidarlo, el centro de nuestro sistema solar, y una humildad elemental me lleva a descartar, para explicarlo, la elección entre una posibilidad macrocósmica o una local, incluso diminuta: quizás se trata de un sencillo problema de comprensión personal, de falta de inteligencia; una torpe desorientación por mi parte, un detalle acerca de estas cuestiones que no percibo bien o que malentiendo.
Corrijo la orientación de mi silla sin darle más vueltas, decidido a no comentar con nadie el estrambótico suceso, mañana en el trabajo: acostumbro a no reclamar la atención ajena sobre mí y mis poco importantes circunstancias, es algo que no pienso corregir ahora, a pesar de todo. Trato, incluso, de moderar la expectación que ya estoy sintiendo por la llegada de la tarde de mañana, pues debo gestionar con calma mi curiosidad hacia la posición que vaya a ocupar el sol entonces, cuando siga leyendo la novela que leo o que trato ahora de leer, es bastante interesante y me está gustando mucho, bastante más que estas torpes pugnas con mi inteligencia para colegir la causa y el alcance de esta extraña variación de la trayectoria del sol en el cielo.
¿No debería sentir, más bien, curiosidad por saber si hará buen tiempo mañana y, por tanto, si podré salir como acostumbro a esta terraza, para continuar con la lectura de mi novela? Si lloviera o hiciese frío, ¿debería perturbar mi tranquila y atenta lectura a cubierto, dentro del salón, con el impulso de mirar a través de las cortinas para comprobar la posición del sol? No hacerlo, ¿no comportaría para mi carácter una detestable indolencia? Todas estas paradojas me atormentan, ya he desperdiciado demasiado tiempo explicándolas aquí y ahora, arrogando a mis pensamientos un interés que palidece frente al legítimo y verdadero que el autor de la novela que leo sí ha sabido urdir, con su profesionalidad, con su trabajo, para sus lectores.
Creo que voy a corregir de nuevo la orientación de mi silla con respecto al sol, para situarla como estaba, como acostumbra a estar: toda esa luz me molesta y me deslumbra en penitencia por mi falta de humildad, mientras trato de leer y aprovechar una tarde de la que ya he desperdiciado buena parte considerando todo esto.  

sábado, 26 de mayo de 2012

Apuntes para una genealogía de la literatura dibujada: Thomas Kyd y Samuel T. Coleridge presagian, sin saberlo, los tebeos

Un dibujo es igual que un poema, como un árbol es semejante a un pájaro
-Juan Carlos Mestre

En el número 30 de El coloquio de los perros, recién editado, pueden encontrar mi artículo cuyo título he dejado también como título de esta entrada. Aquí les dejo algunos extractos:


"Si el dibujo queda situado en un estadio previo a la palabra, como cuerpo que imita al cuerpo antes de que aparezca el cuerpo de la palabra, garabato que el niño improvisa en el margen de sus libros de textos durante las aburridas clases, sería a su vez el primer balbuceo de la representación mental, un paso previo al símbolo: imitación primera —o segunda, si consideramos lo gestual y pre-teatral— de lo que puede verse, muesca en la pared de la cueva platónica y que representa muy bien, en un primer momento pero también quizás en un último momento —¿hay, por ejemplo, algún episodio bíblico más plástico que el Apocalipsis?—, al hombre como animal que representa. […] Como en Oriente, la palabra y la cosa vuelven a acercarse a partir de la representación pictográfica, en nuestros kioscos de hoy: los del siglo XIX, locus solus, y los del siglo XXI, locus conectado. Y, si incluimos como bagatelas a los tebeos, podremos afirmar junto a Coleridge que:

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"Lo que buscamos entonces en la tragedia, que alguno sabios de la Antigüedad tuvieron por el máximo esfuerzo del genio humano, el mismo placer, lo recibimos de una novela recién publicada y otras bagatelas de hoy en día (15)"


lunes, 21 de mayo de 2012

Mis aventuras con la belleza



Estoy al fondo del canal,

bajé para estar solo.

Durante un tiempo tuve frío,

pero ya no. Veo las nubes

en las cuencas vacías de mis ojos

y soy amigo de las moscas subacuáticas,

¿existe algo así, sabes de lo que hablo?


Soy partidario de toda mitología,

me gusta oír historias,

pero las odiaré si insisten tercas,

una versión tras otra, en acabar mal.



Qué fastidio, el eterno retorno de lo feo.

Oigo a las moscas relatando sus narraciones asombrosas

alrededor de la basura. Vivimos en el fondo, ¿qué esperabas?,

de un antiguo canal urbano. Vimos a los fenicios,

Griegos, romanos o vikingos, todos gentes de sed

buscando el mar en una charca.

Somos muchos aquí. Vemos ranas, ratones,

Homero lo cantó pero nadie se acuerda.

La Batracomiomaquia acostumbrada, aquí en el fondo.

Un cierto aliento épico que explique todo o nada.

Un portal de Belén en los desiertos de la Luna

cuando la Luna canta en los reflejos del canal.



Aquí, en el mundo sublunar, todo transcurre muy despacio:

Imagina mi mundo subacuático. Sumérgete y ven a verlo.

Viene una multitud de patos flotando en los detritos,

en burbujas fosforescentes y, chico, era el progreso.

Resulta algo repetitiva, su canción,

pero dicen que acaba bien.

Espero que sepan de lo que hablan.



Mis hermanos del agua,

de la tranquilidad flotante, de la torpeza y el tartamudeo,

contadme lo que veis, cuac-cuac, allá arriba.

¿Puedo escuchar a las aguas cantando?

Solo lo imaginaba.

Hace tiempo emergí

y todo lo que escucho

no es más que mi respiración.


Suena La Luna, de Holger Czukay.



Montañas, gigantescas.

Puedo sentirlas sobre mí.



Renuncias a tu inteligencia.

Bueno, no me costó ningún trabajo.



Aprendo a hablar primero

para venir aquí después,

para decirlo.



Hasta que ya no tengo nada que decir.



Bueno, pues ya me he ido. Ya no estoy.

Regresaré si me apetece,



Me bajé del caballo,

he regresado a pie.



Lucrecio afirma la uniformidad

del mundo, y para tal

improrrogable veredicto, aporta

la siguiente razón:

que no puede cambiar de forma

lo que originalmente

carece, en sí de forma.



El sol anida en la ciudad del polen.

Otro propósito no existe



Sueño con regresar,

solo que no sé adónde.



Donde piafen los pájaros

y canten los caballos.



Tarde o temprano voy a descansar.



No pienso hablar con nadie más

mientras regreso a casa:

es un viejo consejo que me dieron mis papás.



No sé si ya he dicho que me bajé

de mi caballo y que

he regresado a pie.



Bueno, pues ahí estaba,

al fin la había encontrado.

No estaba en el fondo del mar,

ni mucho menos, tra-la-rá:

estuvo ahí delante todo el tiempo.



Soy la belleza, dijo,

y estoy muy enfadada.