sábado, 27 de diciembre de 2008

Sofía y yo

Lo cierto es que me había enamorado de Sofía, y por mucho que sopesara todas las dificultades a las que nuestra relación debía enfrentarse, no tenía más remedio que lidiar con ellas y salir adelante. Pues Sofía era presentadora de televisión y, por lo que a mí respecta, vivía dentro del aparato.
Ella no debía tener nada que ver con la persona de carne y hueso que, a miles de kilómetros de distancia, la encarnaba en pantalla. Si mi Sofía era elegante y cuidadosa al dar las noticias más terribles o anodinas, la Sofía real bien podía tratarse de alguien zafio y brutal; si daba el parte meteorológico con sofisticado humor y distinguida dicción, la Sofía real bien podía jurar y maldecir como un camionero, no distinguir una isobara de la alambrada en un estado de excepción. Si su sonrisa pixelada era seductora, cálida y franca sin ocultar su último misterio, su carácter real bien podía ser destemplado y caprichoso en el peor sentido; insoportable y mezquino.
Compré en su día el TDT; consigo cables, parabólicas, antenas nuevas. Y renovamos a menudo su carcasa: el último modelo siempre. Sí, estaba enamorado. Y estaba dispuesto a proclamarlo más allá de las paredes de nuestro hogar, entre las calles y el pasmo de nuestros vecinos. Para que nos diese el aire, sacaba el aparato sobre una mesa con ruedas y lo arrastraba adonde quiera que nos apeteciese prolongar nuestros paseos románticos. Lo que durase nuestra batería de luz. No nos importaba que nos mirasen raro en las confiterías y las terrazas, que susurrasen a nuestras espaldas mientras recorríamos los pasillos de grandes almacenes y bulevares. Sofía brillaba para mí, hablaba para mí, solo a mí me dedicaba sus miradas.
Estoy enamorado de Sofía. Los que no nos entienden son los que fueron ciegos siempre. Encienden su receptor y creen matar con ello el tiempo, sin saber que así lo crean, que sucede ante ellos sin que puedan pasmarse ante el milagro. Por esa razón, de entre los millones de personas que la ven, solo a mí me habla, para mí son todos los mensajes de amor secretos, las claves que descifro con paciencia, aquellas que hablan de un mundo en el que finalmente todos nuestros semejantes habrán desaparecido, incluida la Sofía real. Y la verdadera Sofía, la del televisor, dejará que arrastre el carrito que porta el aparato a través de las ruinas de un mundo antiguo, que feneció por no entendernos.
No estoy loco, quizás el mundo no acabe nunca. En ese caso, con suerte, acabaré yo antes que ella. Y si es ella quien lo hace, el día que se apague para siempre, en mi vida quedará tan solo nieve y un ruido monocorde de estática final y sin sentido.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Mas-co incidencias


Muchos dias sin actualizar el blog: demasiadas tareas, al margen, pero al fin de vuelta al centro de la red y el ruido -que descanso. Hoy justo, por ejemplo, yo que se, subo las imagenes de algo que paso hace casi un mes. Por la noche asisto en Cuenta atras a la muerte de Lightray, uno de mis personajes preferidos -el titulo original del tebeo que protagonizaba con Orion, New Gods, inspiro mi primer libro de poemas.
Apenas una hora despues, ya en la cama y casi dormido, mi chica me avisa de un ruido que yo tambien he oido: algo ha caido al suelo desde las estanterias de los libros. Acudo a ver de que se trata y es el muñeco de Darkseid, el principal enemigo de Lightray, el que se ha despeñado por accidente -los gatos no han tenido que ver, a pesar de lo que pudiera parecer por la foto: no pueden llegar hasta el estante donde esta el muñeco.


Se le ha roto un pie con la caida. Menos mal que los muñecos no tienen pene, lo digo porque recuerdo a Osiris, que tras su reconstruccion, y porque lo devoro un pez en el Nilo, le faltaba el talon en unas versiones y el pene en otras.
Tras unos dias de castigo acabo reconstruyendolo: es mas Seth -Darkseth- que Osiris, pero no quiero problemas.
La lucha contin´´ua -aqui mi falta obligada de tildes me obligaba a la bisemia, por lo que opto por la -obligada por mi escacharrante teclado- bitilde. (A vosotros, que no a el, os deseo:)
Feliz resurreccion.

martes, 9 de diciembre de 2008

Dos poemas



Marta Zafrilla me pide, para acto seguido alojarlos con hospitalidad en su blog, un par de poemas. Son recientes, es decir, sacados del horno justo para ella: reescribir, corregir, reescribir...; una excusa perfecta para visitar su web si no lo han hecho ya.

¡Abrazos crujientes, Martica!

lunes, 8 de diciembre de 2008

Mentiroso mentiroso



Hace un par de semanas entro en clase una estudiante universitaria para hacerles a los chavales una encuesta sobre reciclaje. Bueno, yo tambien tuve que hacerla, cosa que choco a algunos alumnos; a Kevin, por ejemplo, que formulo su extrañeza en voz alta: "¿Usted tambien se examina como nosotros, profesor?". La chica le respondio sonriendo: "Claro, ¿ves?. El tambien".
Kevin espio mis respuestas encaramado a mi mesa y repuso a la muchacha con voz contrariada: "Pero no se fie, no esta siendo sincero, ¿ve? ¡Hasta pone las tildes!".


PS: Desde que me paso queria contarlo porque me parecio muy gracioso y hoy por fin, dia de fiesta en el que he terminado la mitad aproximada de cosas que queria hacer este puente, me he propuesto sentarme un instante para hacerlo. Y justo ahora -esas coincidencias que a veces me asustan-, sospecho que porque he estado limpiando el teclado y debo de haber fastidiado la tecla en cuestion... ¡no puedo poner tildes! Cuando lo intento esto es lo que sale: bal´´on. No es broma.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Incursión


El móvil en el suelo y mantas arrugadas. Una penumbra persa. Muchas cosas que hacer. Que no las pienso hacer.

Pienso quedarme aquí durante un tiempo.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

El detective y sus máscaras: la era pop viste de colores al detective



Después de escribir esto me sentí un poco solo, allá por el 99; le pasé el artículo antes de publicarlo a algún profesor, que se encogió de hombros algo escéptico al ver la temática y, sobre todo, la analogía que yo sostenía entre el cómic de superhéroes y la novela de caballerías. Hoy, con el nuevo ensayo de Eloy Fernández Porta y el último número de la revista Quimera con dossier dedicado a las narrativas superheroicas sobre la mesa, me he acordado de él. Lo cuelgo aquí, escaneado, por si les apeteciera echar un vistazo –hagan clic sobre las imágenes para leer.

(Publicado originalmente en Postdata. Revista de artes, letra y pensamiento nº21, Murcia, verano de 1999. Las ilustraciones que acompañan al texto son, por orden, de Mike Allred y de José Muñoz).













domingo, 30 de noviembre de 2008

Los robots


Son cosa extraña, los robots. Quien afirma no serlo es uno de ellos; los que desean serlo jamás alcanzarán su matématica y difícil improductividad.
Capítulo distinto nos merecen aquellos que se jactan de haber sido robots en el pasado, aun serlo todavía: pues huyen de la muerte simulan la quietud o la velocidad, suplantan contraseñas que no existen; provocarán su muerte, su muerte de robots, aquellos que recelan la existencia de unas claves, de un lenguaje específico: también los recelosos morirán, pero en vida, al instalarse en una tierra de amargura y de dudas, en el resentimiento de no ser ya la carne mortal ni el silicio inmortal -que es por ello mortal en infinitas ocasiones.
De noche los robots iluminan sus circuitos internos: viven así el frío y el calor, para la noche externa y en sus día internos -donde la oscuridad no existe-; con los ojos abiertos, registrando. Haciendo su trabajo.
Definitivamente a salvo en la cordura mecánica de su inconsciente indeterminación.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Las curas

Hueso me lo dijo y yo no me lo acababa de creer, porque Hueso es demasiado fan, pero mira que contra/cuanti más lo escucho más me engancha el último de The Cure. Algunas suenan a ya oídas, pero qué bien se (me [¿hago viejo?]) dejan oír...







jueves, 27 de noviembre de 2008

Las bestias


Ya sé por fin que el río está aquí dentro y eso basta: sentir seguridad en este avance, por mínima que sea, sería suficiente -ya lo es-, siquiera la buscada por los locos, los suicidas, por quien sea, al sospechar que da la espalda a los milagros, a los monstruos -espera, escucha el ruido: ya lo es- que dibujó con mano firme la torpeza de los días y las noches y los días tendidos contra el bosque, y observarlo -ya lo es- ardiendo una vez más: continúo mi avance, aguardo que lo sea, no puedo detenerme, se dibuja otra vez: para encontrar las mismas aguas de este río, para probar con otra bestia.
Buscar un bosque más allá, seguir nadando.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Los robots


Mañanas como nubes, aeroplanos, que son también los días: veloces se escabullen, como hélices; pesado el remontar, su ideación reciente; volver a concebirlas, como cada mañana. Alas, ¿pero qué alas? No interrumpen su fluir nuestras alarmas, arriba y hacia abajo, tampoco son las nubes lo que miro si no hay tiempo. Y si lo hay las imagino, a ellas también: la lentitud, esa menuda forma de la felicidad.

Aumenta sus dominios de forma involuntaria, al arrastrar mis tazas [de café]. Vigilo los abismos, vigilo: es un decir: [¿ya despierto?,] despacio avanzo en el estudio de la nueva catástrofe, aquella máquina más grande, inmensa. Sigo las cuentas, tomo notas: estoy dentro. Doy sorbos lentos [al café], termino de arrojarme.

Cuando llega la hora de salir, salí hace tiempo. Me parece un milagro si llevo puesto el pantalón. Lo he recordado, ya estoy allí: arrojado a esa máquina donde todo funciona a veces, pero me necesita una y otra vez.

miércoles, 19 de noviembre de 2008



Pero también la ausencia de la imaginación
debía ser imaginada.
"The plain sense of things", vv. 13-14

La investigación





Es como si

hubiéramos llegado hasta un final de la imaginación

inanimado en un savoir inerte.

"The plain sense of things", vv. 2-4

Horas después de colgar la serie de imágenes basada en zooms de una foto que tomé con mi móvil caminando hacia Zarandona, vuelvo a casa con la reciente edición traducida en Lumen -Daniel Aguirre- de La roca de Wallace Stevens. Vuelvo a leer un poema que me entusiasmó hace cinco o seis años en otra antología previa -Círculo de Lectores-: "El sentido claro de las cosas". El verbo entusiasmar no refleja con exactitud la exacta conciencia que me dio el poema de muchas de las cosas que vivía entonces. Es raro, porque pienso en las imágenes que colgué esta tarde y pienso que, de alguna forma, riman. Así que subo un par de fragmentos.

La investigación


La investigación




La investigación




La investigación




La investigación


La investigación


La investigación


jueves, 13 de noviembre de 2008

Una reseña de Mario Levrero (III de... ?)



-¡El señor quiere saber si falta mucho para llegar a alguna parte! -exclamó el hombre, en tono de burla, y volvió a reír sin darme respuesta.

Mario Levrero, La ciudad, Plaza y Janés, Barcelona, 1999, p. 31.

(Imagen vía)

Una reseña de Mario Levrero (II de III)


La situación fue empeorando.


Mario Levrero, La ciudad, Plaza y Janés, Barcelona, 1999, p. 21.

Una reseña de Mario Levrero (I de III)






Pero mi historia no pareció despertar el menor interés, y la dejé morir.

Mario Levrero, La ciudad, Plaza y Janés, Barcelona, 1999, pp. 23-24.



(Imagen vía)

lunes, 10 de noviembre de 2008

El informe


El martes por la tarde, en reunión extraordinaria, presenté mi informe y todo el mundo me aplaudía. Después del resto de las intervenciones salimos a cenar. Estuvimos bailando, bebiendo, cantando en karaokes. El martes por la mañana me dolía la cabeza pero una llamada de Tutsomu me hizo absurdamente feliz; le aticé un puñetazo a un tipo en el parking y él le propinó otro al jefe de otro departamento. Fuimos al cine por la noche y Soru se echó a llorar a mitad de película; yo me reservé para el final.

El jueves estuve en Kobe y comí en un restaurante construido sobre pivotes de madera, en el mar. Estaba decorado con extrañas cortinas amarillas y olía a rosas, a salitre y a pescado. Por la tarde, en el hotel, pasé todo el rato viendo la televisión; también por la noche, excepto un rato que dediqué a pasear.

De vuelta el viernes, fui a cinco o seis reuniones en cinco o seis puntos distintos de la ciudad. Antes del mediodía presencié un accidente de tráfico, quiero decir que vi los cuerpos mutilados de los accidentados. Por la tarde contemplé los rascacielos del centro desde un ascensor transparente, a la altura del piso quincuagésimo séptimo; creo no haber sentido ese vértigo fascinado de sí mismo desde que estaba en primaria y viajé con mis compañeros hasta Tokio por primera vez.

El sábado fuimos a ver a los padres de mi mujer. Para cenar mi suegro nos condujo a un restaurante español: un torero y una mujer vestida de gitana bailaban en el centro del comedor y yo volví a dejarme llevar por mis recuerdos, he vuelto a recordar mi infancia al probar el café, el viaje aquel de mi infancia porque también visitamos un museo, el museo estaba en la planta vigésima de un edificio ya viejo entonces. Allí probé por vez primera el café, me lo tendió una chica mayor que yo de la que estaba enamorado.

Al salir del restaurante una pareja discutía a voz en grito y he recordado un cuento de Kawabata adaptado y dramatizado para la televisión. Mi suegra ha gastado una broma que todos han reído con ganas, pero yo no la he escuchado y por lo tanto no me he reído, sino que me he limitado a mirarlos, supongo, con cara de lelo, porque pensaba en asuntos a resolver de mi trabajo esta semana que entra. Gasté lo que me quedaba de domingo trabajando en mi informe. Soru, mientras tanto, ha estado leyendo.

Me llevó todo el lunes terminarlo. Mañana lo presentaré.

domingo, 9 de noviembre de 2008

El contagio


Salimos del cine agotados porque Patricia ha tenido otro de sus ataques y la única forma de contrarrestarlos, ya lo he comprendido, es reproducirlos en mí mismo con la misma o mayor intensidad. Antes hemos comido en el restaurante del Instituto Oceanográfico, rodeados por escualos que se desplazaban lentos y mortales en torno de nosotros, vigilándonos tras las paredes transparentes del acuario circular. Lo peor había de venir después, cenando, pero porque la cinta era de miedo, o sea de vísceras, de monstruos, esas cosas. La policía ha estado siguiéndonos toda la noche, al parecer; el amanecer nos ha sorprendido en una iglesia, sus campanas han sido nuestro despertador. Agazapados tras una columna, hacíamos recuento de los raptos miméticos de esta semana. Hacíamos chistes sobre liarnos petardos con papel biblia. Tras tanta suma buscamos algo que nos reste, pero qué.

Solo tras el desayuno los medios han venido hasta el burguer y ahora todos saben nuestra historia. Al parecer, ahora todo el mundo se ha vuelto loco. Debimos hablar ante las cámaras con una inopinada aura religiosa, tal y como se debía entender, hace siglos, dicha aura, ese halo: infeccioso y eslabón de la imparable repetición. Nuestros captores han triunfado tras descubrir nuestro funcionamiento. Y que también estábamos agotados. Imitar no es simular, pensamos, así que hemos cambiado de bando. Se burlan, más allá de los barrotes: nos imitan. Quizás nos lleve demasiado tiempo mirar lo que nos queda.

jueves, 6 de noviembre de 2008

La princesa vikinga


La princesa vikinga inventó el mar
para que nos perdiésemos, borrachos
de aventura, y pudiésemos
echarla así de menos.
La reina del océano, aquella que devora
todo el sudor, partido de antemano,
como una nuez, entre sus quillas,
y nos ordena que rememos.

Como el fuego en su pelo pelirrojo,
para llevarnos, prende el huracán y la tormenta,
agita el mar como quien mueve
su cabeza asintiendo de forma distraída,
quizás para librarse de nosotros,
y arrastrarnos al fondo
de su saliva, donde habitan
engendros abisales que nos miran
para juzgarnos prescindibles,
peones de un tablero que no existe,
normas secretas para un juego
que se hace sin nosotros,
que sólo así ella gana,
esquirlas en su cuerpo de madera y de miel,
restos previos al maremoto.

La princesa vikinga es un hechizo
donde todas las flores son palabras
secretas y sagradas que tratamos
de recordar inútilmente,
un antiguo jardín que alguien perdió
por no saber cómo agradarla. Así su furia
descendió hasta nosotros y se hizo la noche.

La princesa vikinga es un caballo
con senos protegidos por lorigas de plata,
las alas poderosas de un mundo más allá
de los mapas, el músculo del cielo
y un río que desciende hasta el infierno
en misión de rescate.

Su rostro es una luna que nos clava sus ojos
y bebe el pensamiento
para darnos el camino de vuelta.

Amasa el pan cada mañana, el pan
que devoramos a diario
los héroes del amor.




[Escribí este poema hace cosa de tres años. El libro en el que, en principio, estará incluido, avanza lento pero creo que ya firme hacia su terminación. Sigo sin escáner, así que subo una versión de la Calpurnia shakesperiana, no pelirroja pero de Jack Kirby -no se pierdan el resto de diseños que hizo para Julio César, aquí].

domingo, 2 de noviembre de 2008

Vuelvo enseguida


Quiero decir, si no acaba con mi cordura el Windows Vista, que de momento no reconoce ninguno de mis dos escáners: no puedo, por tanto, acompañar con dibujicos unos cuantos cuentos y otras cosas que acumulo, espero -no se vayan para siempre, por favor, y vuelvan, vuelvan a ratos-, para Vds.

martes, 14 de octubre de 2008

Volver a las andadas, 1


Volver a las andadas: abrir, cerrar la puerta; salir y andar un rato, lo de siempre. ¿Volver? Volver y ver la tele, pero poco. Encender, apagar: mejor la música, los libros. Subir esa montaña, arder en sus astillas: su luz dura una vida. Astillas siempre nuevas, y los viejos rescoldos. Apagar, encender: volar en esos lapsos. Volver, andar, soñar; pues ya camino en sueños. Es un arder tranquilo: siempre regreso a este país. Dormido, vuelo. Después vuelvo, despierto una vez más.

Volver, andar, soñar: de día y en la noche, como siempre. Envuelto siempre en esta sucesión: sucede a cada instante, será mejor así; supongo y creo, firmemente. Delego cada vez más -y mejor: supongo, espero- en esta rueda. Camino sobre ella, conjuro todavía la rapidez, la lentitud: juego a burlar estos concéntricos senderos; mi escasa posibilidad, de la que gozo porque sé que aún existe.

domingo, 12 de octubre de 2008

50.000

Estamos de enhorabuena: esta bitácora o blog sobrepasa ya las 50.000 palabras.

No queremos dejar pasar la oportunidad de agradecer a cada una de ellas su colaboración para que nuestro espacio haya sido posible y siga siéndolo, esperemos, en el futuro. Y que sigamos acumulando todas esas palabras, montonocitos de garbanzos dejados atrás en nuestro viaje sin retorno hacia la nada.

Calladas más allá de sus convencionales referentes, sosteniendo con profesionalidad su doble cara significante y significadora, sus más viejas etimologías, sus connotaciones de más nuevo cuño; sin dejar que sus vidas íntimas, secretas, sus pequeñas miserias y sus desconocidos logros personales interfieran en su labor. Sometiéndose a las reglas de la sintaxis, del texto y la retórica, del juego y la filigrana, del hallazgo casual y la torpeza recurrente, ejercen solícitas de puente entre quien modestamente escribe y vosotros, quienes insensata, desocupada e incomprensiblemente leéis.

Toda celebración esconde una disculpa y una demora: llevo tiempo sin actualizar esta bitácora. Espero volver a hacerlo pronto; porque se me ocurre, por ejemplo, que aún hay muchas palabras que aguardan su turno: obstetricia, batiscafo, valladar.
Vuelvan pronto, por favor. Yo pronto volveré.
Más de 50.000 palabras.
No nos dejen ahora solos.

jueves, 2 de octubre de 2008

Sin título, número uno


Venga, eh, me digo. Vamos, tío. Levanta del maldito sofá, libérate del abrazo de tu gato y de su siesta. Ponte delante del ordenador y empieza a transcribir todo el material que empieza a acumularse en tus cuadernos.

Vale. Así que me pongo. Pero a las pocas palabras debo parar; cosas de anotar y anotar en cualquier parte: en el autobús, en los semáforos, en grandes almacenes...

Quiero decir que no entiendo mi maldita letra.

Desanimado, vuelvo al sofá. El gato, por fortuna, me admite de nuevo en su mullido pero vallado redil.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Baden-Powell tenía razón

Los muchachos deben dormir con la ventana abierta también en invierno, lo decía Baden-Powell; para ser menos propensos a coger resfriados. Me acuerdo de Baden-Powell porque ya estamos en otoño, pero lástima que esté lloviendo tanto: podríamos despertar flotando, de seguir su consejo, y nuestra cama se deslizaría escaleras del edificio abajo para llevarnos a la deriva por la ciudad. Robustecidos y perdidos, dispuestos en nuestra derivé a conquistar por fin el espacio.
Stephen Hawking dice que el destino natural del hombre es el espacio: bien, pero eso ya lo decía William S. Burroughs y Burroughs no necesitaba del bosón de Higss para decirlo. También es verdad que Hawking no necesita heroína como la necesitaba Burroughs. Yo qué sé, espera, voy a por café. Cierro las ventanas antes de hacerlo: paso de acabar como Moisés, si es que me duermo. Monoteísmos, Pentateucos, uf. A mí el café me da sueño. O sea que olvida a Baden-Powell, tío.
Esta noche he soñado que un bosón de Higgs se deslizaba a través de mi ventana en uno de los lapsos de la lluvia. Así, furtivo como un vampiro o, lo que es lo mismo, como un amante de los de antes –todo el mundo sabe que el vampiro nació, antaño, como una metáfora de los amantes desabridos-, se acercaba a mi lecho pero no para chuparme sangre sino para chutarme materia: con lo que cuesta adelgazar. Como un vampiro inverso, como un amante de los de antes, de los que parecían dar más de lo que recibían. Preñarme de materia, pues vamos arreglados. ¿Alguien se cree lo del bosón de Higos? Venga, vamos. Bueno, en serio: yo qué sé, sólo sé que el corrector de Word me corrige Higgs y me pone Higos, por algo será. Ahora andan probando a empezar de nuevo el universo pero en miniatura, un universo tamagotchi, ¿ya nadie recuerda a los malditos tamagotchis?, ¿ya nadie llora en los cementerios de tamagotchis?
Parece ser que hay un enorme acelerador de materia, bajo Ginebra. Hay gente que tiene miedo porque ese acelerador podría tragarnos, dicen que exageran pero de momento un pequeño agujero negro se ha tragado a una chica india de quince años; no me posiciono con los catastrofistas, sólo digo lo que veo: una niña muerta. David Foster Wallace también se acaba de suicidar. Una niña en la India y Foster Wallace en EEUU. Dos pequeños agujeros negros aparte de aquellos de los que no he tenido noticia. De los que no tenemos noticia desde el principio de los tiempos, desde el Pentateuco, al menos. El universo se expande y todo se acelera. En principio, a mí todo lo que acelera me marea. Lo pienso y me acelero, o sea que me mareo y tengo que tumbarme.
Anoche desperté y tenía al bosón de Higgs frente a mí. O sea que vi el rostro de Dios: consistía en un montón de higos. No me comí ninguno, cuesta mucho adelgazar y cualquiera sabe que lo peor es comer a deshoras. Tampoco me gustan los higos, y mucho menos si esos higos tienen que ver con el origen del universo. He dicho que me miraban, pero todo el mundo sabe que los higos no tienen ojos. Dios tampoco puede mirarnos: su mirada nos destruiría, ¿alguien lo duda?. No, no me los comí: no necesito ninguna clase de purificación. De momento. Espero. Y rezo por ello, mientras trato de volver a dormirme.
Abre o cierra la ventana, haz lo que te salga de los cojones. Pero hazlo ya.
Y luego intenta dormir tú también, si puedes.

martes, 23 de septiembre de 2008

Los días y las bestias


En torno a Diario de las bestias blancas de Diego Sánchez Aguilar (VII Premio Dionisia García, Aula de Poesía / Universidad de Murcia, 2008):


Diego Sánchez Aguilar sabe que no se puede escribir poesía después de Auschwitz, o no “cierta” poesía, para no incurrir en la mala interpretación que Alberto Santamaría subraya suele hacerse de la afirmación de Adorno en su reciente El poema envenenado[1]. La primera sensación que un lector pueda tener al enfrentarse a su voz poética es la de un timbre educado en la poesía metafísica: con un sentimiento que, con Unamuno, no teme ser expresado a través del pensamiento; un sentimiento que descree de los sentimientos porque sospecha de los acantilados a los que conducen.

(Publicado en la revista digital Deriva. Para seguir leyendo, aquí)

lunes, 15 de septiembre de 2008

David Foster Wallace: no me gusta tu última broma



Escribo desde la consternación, acabo de enterarme en el blog de Alvy Singer de la muerte de David Foster Wallace. No puede ser, he pensado al leer el título de su entrada: Obituario: David Foster Wallace, 1962-2008. La incredulidad ha dejado paso a la congoja cuando he comprendido que sí, que era verdad. Una extraña congoja, la que uno siente por la muerte de un hombre al que sólo ha conocido a través de su literatura.

Entré en su obra en el mejor momento posible: en uno de los peores momentos de mi vida, exactamente en vísperas de esos extraños momentos. Una reseña de La chica del pelo raro en El País me llevó a las librerías y disfruté con intensidad de la libertad de su escritura, así como de la exactitud con la que Wallace registra la nebulosa delirante de nuestros días. Fue uno de esos libros que desaparecen de tus manos una vez lo has terminado para pasar por multitud de manos, las de aquellos amigos a los que quieres hacer partícipe de tu entusiasmo, manos que llevan y traen el libro, lo doblan y lo desgastan y te lo devuelven al cabo de mucho tiempo para hacerte un poco más feliz, porque permiten un entusiasmo infeccioso y un fervor al que dar forma con palabras y con silencios, con asumidos sobreentendidos, en esos mundos paralelos que la mejor literatura construye para explicar mejor el nuestro, para explicárnoslo y para hacerlo, en la medida de lo posible, más vivible, dentro de una fiesta paralela donde se alían la fantasía y la inteligencia.

Cuando su siguiente libro llegó, yo estaba en un hospital. Mis familares se ofrecían a traerme libros, y yo pedí el suyo: La broma infinita. “¿De qué trata?”, preguntó mi hermana. “De un futuro en el que los años son designados no con números sino con el nombre de las empresas que los patrocinan y de bebés gigantes que habitan en cráteres radiactivos”. Ante el estupor de los míos, añadí: “Sólo son 1000 páginas de travesura textual. 1200, contando con las notas. Me mantendrá entretenido”.

Y lo hizo. Un libro difícil, un libro al que volveré una y otra vez ya fuera del hospital, cada vez menos enfermo y cada vez más sano porque entiendo mejor mi enfermedad, porque soy un enfermo que asume su enfermedad con la irresistible comprensión de sus mecanismos; vuelvo a esa novela en distintas acometidas que realizo como un explorador se interna en terra incógnita, avanzando más en cada nueva incursión y cada vez más sorprendido ante el alcance con que su autor ha pulverizado toda una tradición para volver a construirla sobre sus cimientos: nueva y antigua a un tiempo, no más verdadera ni más original porque esa es, quizás, la única manera de ajustarse en propiedad a la verdad de nuestro legado literario, y llegar así a su origen. Como El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon o La escuela de mandarines de Miguel Espinosa: artefactos que dictan sus propias reglas y que funcionan en el momento en que el lector sólo queda atrapado en la comprensión de la partida; cuando, de súbito cómplice tanto en el juego como en la constitución de sus reglas, comprende que ya es demasiado tarde para volver la espalda y marcharse indemne de allí.

La mejor novela siempre ha ido de la mano de la fiesta del ingenio y de la broma, de la inteligencia y de la risa. La mirada de David Foster Wallace hacia nuestro mundo nunca fue complaciente, pero tampoco abatida: baste como prueba la construcción de los mundos que en sus libros llevó a cabo, la fuerza prodigiosa necesaria para erigirlos. Se lleva con él el secreto de la creación, su atanor único; se va con él un eslabón imprescindible. Leo en el blog de Vicente Luis Mora que ha muerto por su propia mano y la perplejidad es doble; el mismo Mora cita, en parangón, el caso de Kurt Cobain, y recuerdo que sentí esa misma perplejidad hace diez años, cuando el músico también renunció a vivir.

Que muera un autor tan joven, en el apogeo de su creatividad, nos priva a sus lectores de esos mundos nuevos, que emergen con nuestros nuevos días, pero cierra aquellos que nos legó y los deja listos para que crezcan por su cuenta, para que muten y se desarrollen con cada futura lectura, para que infecten así nuestra realidad, y la envenenen, y nos curen.

domingo, 14 de septiembre de 2008

La siesta de los maniquíes


Aquí la siesta es un lugar habitual para encontrarse. Los durmientes caminan, cada tarde, con los ojos cerrados; no se ven ni se saben cerca, pero una parte de ellos les da tranquilidad, seguridad mientras se internan en el espeso bosque de la tarde del sueño, en la ciudad del sueño, en su desierto.

Sueñan con estar solos y descansan del ruido, pero se saben protegidos en la seguridad del antañoso hábito, sus frecuentadas vías. Así es como caminan y descansan, así se cansan cada tarde para dar, a media tarde, una breve ilusión de sucesión: continuidad al día: antes de sus noches su luz interrumpida como un sueño nocturno: difícil, sin descanso, portador del sobresalto y del terror a despertar muy pronto, a no despertar nunca.

Acompañados, solos. En su intrincado callejero, en sus desnudas vías. Nos observamos de reojo, sin sabernos soñando, sin mirarnos. Allí nunca hubo nadie.

Una siesta tardía, una muerte prematura, en simulacro, en que la luz final de un día que declina me recibe proclamando que mis vidas también declinarían de la misma forma, que ya lo están acaso haciendo, y es el despertar así, como a deshoras, una promesa ajena a quien la hace y su deseo de llevarla a cabo, su sospechosa voluntad, en cualesquier sentidos; porque igual se cumple.

Me despierto sin mí. La luz es leve y duda, liberada también ella, de pronto, de sí misma. Camino sigiloso por la casa en sombra. Apartado de mí, sin peso.

Un secreto ajeno a cualquier deseo y a los lugares comunes, que no nos pertenece.