sábado, 29 de octubre de 2011

Recital




Estáis todos invitados al recital de poesía que daré el próximo lunes 31 de octubre a las 21:30 en la cafetería Zalacaín de Murcia, dentro del ciclo "Los lunes literarios" que organiza el Colectivo Iletrados.

Voy a leer, casi en exclusiva, material inédito: después de mis dos primeros libros, Los nuevos dioses (2001) y Agujeros (2002), he escrito otros tres extensos poemarios, bastante distintos de los anteriores; uno de ellos, espero, será editado pronto. Estoy deseando "estrenarlos" para todos vosotros.

(Página de "Los lunes literarios" aquí).

jueves, 20 de octubre de 2011

Ella en lo alto de la torre


Desde hace un tiempo, sé que me espía. En las reuniones de los amigos que nos unen y con aire ausente, apartada, como si buscase cierta soledad. Pero me espía, y creo que con intenciones lúbricas: intuyo que quiere follar conmigo.

Yo, simplemente, quiero respetarla. No solo a ella, sino también a su pareja y a la mía.

Una tarde tomábamos unas copas en la piscina de un amigo, con muchos otros conocidos, al pie de una torre. Decidí subir a lo alto de la torre, hastiado del alcohol. A mitad de mi ascensión, me oculté en un recodo de la escalera para mirar abajo y espiarla. Ella, efectivamente, me seguía. Aproveché para bajar a toda prisa por el otro lado de la construcción. Una vez reintegrado entre nuestros amigos, miré hacia arriba: en el punto más alto del edificio, y recortada entre las sombras, ella era una sombra más, inmóvil, que buscaba la sombra que fui yo allá arriba -una sombra que nunca, en realidad, estuvo ahí arriba.

Me alejé en dirección contraria, hacia el mar. Observé la torre y a nuestros amigos, toda la escena de lejos, jadeante aún por el esfuerzo. Todos daban vueltas y vueltas, despacio, muy despacio, ebrios e inconscientes, en torno, sin saberlo, de la torre. Y ella en lo alto de la torre, ebria tan solo de deseo, de deseo hacia mí, de ganas de follar, aullaba a su manera a la luna -sin emitir sonido alguno-; dispuesta a servirse mi cabeza, si mi cabeza hubiese estado allí.

Aullaba para alguien que no era yo ni era nadie de los que se arremolinaban en torno de la torre; pero ella no podía saberlo, presa de su juventud y su deseo urgente. Mientras todos nos alejábamos, nos acercábamos al mismo tiempo hasta ese centro, el centro de nuestro alejamiento; incluso ella, sin saberlo, se alejaba inmóvil en su torre. Una vez hube regresado con todos los demás, cogí la mano de mi compañera, de aquella a quien amo de verdad; y tuve miedo. La supe ahí a ella, a la otra: justo en el centro de ella misma. Un centro poderoso en cuanto más sola y equivocada que todos los demás. Sola y poderosa como un faro, se erigía en un aviso a tener en cuenta cuando volviera el deseo a crecer como una torre en cada uno de nosotros.

En esa noche de fiesta todos éramos, de repente, precarios. Y nos aferrábamos a esa libertad que siempre nos otorgó el hecho de ignorarnos; solos sobre una tierra que no nos pertenece, una tierra junto a un mar que sí empieza a pertenecernos cuando miramos a lo oscuro e intuimos su inmenso movimiento, su conquista de una lejanía.


Quizás en alta mar haya más torres. Y acaso, invisibles, aún intenten conquistar el cielo por nosotros. Es nuestro, ese mar, porque nunca será nuestro.

viernes, 14 de octubre de 2011

El equinoccio absoluto


El equinoccio absoluto
André Breton y Philippe Soupault



Lo diré con Machado y con Hugo Mujica:

La desnudez no es desnudez porque la mires,
sino porque, al mirarla, te desnuda.






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[Piezas originales: ANTONIO MACHADO: "El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve", en Poesías completas, Austral/Espasa Calpe, Madrid, 1991, p. 289; HUGO MUJICA: "como una desnudez / que se revelara en sí misma, / no en los ojos de quien la mira", en Y siempre después el viento, Visor, Madrid, 2011, p. 62].

lunes, 10 de octubre de 2011

Astronomía


Porque siempre me interesó la astronomía, ese mundo de gigantismos y escalas cósmicas, fantaseé inevitablemente con la caída de algunos de esos prodigiosos cuerpos celestes sobre la Tierra, con desenlace cataclísmico. He imaginado incluso, muchas veces, que algunos de esos meteoros vienen desde distancias inimaginables para impactar exactamente sobre mi cabeza: largas noches de agosto en mi terraza, absorto en los cielos, dan entre muchas fantasías para esta.

¿Cómo iba a imaginar que esa fantasía iba a hacerse realidad? Y justo mientras yo, en mi terraza, miraba soñador en dirección al cielo. Vi esa roca, toda esa masa gigantesca, abalanzarse sobre mí. Apenas tuve tiempo a reaccionar pero, claro, poco podía hacer: supongo que esta parte del planeta, tras mi muerte, quedará devastada. No lo sé. Ya no puedo saberlo. Tan solo he sabido, y sé, que en el momento en que esa roca se precipitaba sobre mí, mi asombro no fue dirigido, de forma fatalista, hacia mi muerte o a la enorme destrucción que iba a consumarse en cuestión de segundos, sino al prodigio de ese objeto extraño, casi un mundo, procedente de un ignoto rincón del universo. Y aquel gigante meteoro, como reconociendo agradecido ese asombro no egoísta por mi parte, mi interés puro en su movimiento y su existencia, detuvo unos instantes, a escasos metros de mi rostro, su caída.

Fue como si todo el tiempo, segundos antes de mi muerte, se hubiese detenido. Pude admirarlo, sí, y sentir esa ebriedad que perseguí en los cielos, con mi imaginación, en tantas ocasiones de mi vida; esa vida que ya tocaba a su fin. Luego incliné despacio mi cabeza, vencido: el tiempo se reanudó a mi alrededor con una velocidad inaudita. Y antes de que todo terminara para mí -y por desgracia, como debo de inferir, para buena parte del mundo- aquel gigante meteoro se hundió lento, casi diría delicado, en mi cabeza.

martes, 4 de octubre de 2011

Dos poemas


Todo contiene cosas, algo,
ideas, por ejemplo.
Por eso cada vez me bastan menos cosas,
lo que cabe en un cuenco imaginario.

Un cuenco con ideas
muy poco apetecibles:
dejo que se derramen, las esquivo,
camino de puntillas por el cuarto
del que hace ya algún tiempo que no salgo
aunque lo hago a cada instante, con ideas,
las ideas correctas.

* * * * *


Nuevos amigos, al salón.
Crece la propension a las patadas,
epifanía del kung-fú.

¿Quién te invitó a este baile, que no supo
de tus ganas inéditas de figurar
antes de que la timidez
arruine, en su regreso, el nuevo giro
de lo que no acontece?
Te responden las piedras
mientras todos los peces
vuelven a su pequeña
pecera, su tatami.

Más que del kárate, de reflexión
te voy a hablar, pared de agua,
golpe de la respiración.

sábado, 1 de octubre de 2011

Maquinaria


Fue mi hijo quien me avisó entre lágrimas:

-La tostadora, papá -dijo-. La tostadora.

Subí las escaleras, con sueño todavía, en dirección a la cocina. Allí, sobre la mesa, dos trozos de pan yacían amarillentos y temblorosos. No era el amarillo de la mantequilla, mi hijo no había logrado embadurnarlas. ¿Quién iba a atreverse a hacer tal cosa sobre ellas, temblando como lo hacían? Era el amarillo de la enfermedad.

Miré el viejo aparato con desolación. Durante años, nos había acompañado y servido de manera diligente. Mi mujer lo había comprado en Melilla, cuando en Melilla confluía todo tipo de sorpresas tecnológicas, a precios bastante bajos y venidas de cualquier parte del mundo. Solo por los detalles y las formas, cambios insignificantes en los electrodomésticos y el menaje más ordinario que otorgaban a todos ellos un plus de extrañeza, leve pero definitivo, ya era una aventura acudir a sus bazares.

-Tendremos que llevarla al médico -dije sombrío y confundido como un currelo que no ha desayunado todavía.

Al salir de la fábrica, mi hijo me recogió en su coche y fuimos a la clínica. Mi mujer había pasado allí toda la mañana; se le notaban las ojeras y los surcos de las lágrimas cuando nos recibió. Las autorizaciones para la operación estaban todas firmadas, nos dijo.

-¿Tienes hambre, papá? -me preguntó mi hijo. No me atreví a responderle, a decirle que sí. Pero me acerqué hasta la máquina de café de la entrada a la planta, junto a los ascensores. La máquina llenó mi taza de café con fría diligencia.

Estúpida lobotomización de la maquinaria industrial, pensé con injusticia. La máquina, profesional, terminó de servirme el café sin inmutarse, no respodió a mi provocación; pero oí gemir, a mis espaldas, a otras máquinas expendedoras: máquinas de bebidas, de chucherías. Les rogué me disculpasen. El médico salía del quirófano en ese momento. Nos dijo que los cirujanos harían todo lo posible a lo largo de la tarde.

Disculpad, volví a decirles mentalmente. A todas ellas. Disculpad.

Ellas también saben qué es el amor. Puedo oír cómo lloran.