lunes, 10 de octubre de 2011

Astronomía


Porque siempre me interesó la astronomía, ese mundo de gigantismos y escalas cósmicas, fantaseé inevitablemente con la caída de algunos de esos prodigiosos cuerpos celestes sobre la Tierra, con desenlace cataclísmico. He imaginado incluso, muchas veces, que algunos de esos meteoros vienen desde distancias inimaginables para impactar exactamente sobre mi cabeza: largas noches de agosto en mi terraza, absorto en los cielos, dan entre muchas fantasías para esta.

¿Cómo iba a imaginar que esa fantasía iba a hacerse realidad? Y justo mientras yo, en mi terraza, miraba soñador en dirección al cielo. Vi esa roca, toda esa masa gigantesca, abalanzarse sobre mí. Apenas tuve tiempo a reaccionar pero, claro, poco podía hacer: supongo que esta parte del planeta, tras mi muerte, quedará devastada. No lo sé. Ya no puedo saberlo. Tan solo he sabido, y sé, que en el momento en que esa roca se precipitaba sobre mí, mi asombro no fue dirigido, de forma fatalista, hacia mi muerte o a la enorme destrucción que iba a consumarse en cuestión de segundos, sino al prodigio de ese objeto extraño, casi un mundo, procedente de un ignoto rincón del universo. Y aquel gigante meteoro, como reconociendo agradecido ese asombro no egoísta por mi parte, mi interés puro en su movimiento y su existencia, detuvo unos instantes, a escasos metros de mi rostro, su caída.

Fue como si todo el tiempo, segundos antes de mi muerte, se hubiese detenido. Pude admirarlo, sí, y sentir esa ebriedad que perseguí en los cielos, con mi imaginación, en tantas ocasiones de mi vida; esa vida que ya tocaba a su fin. Luego incliné despacio mi cabeza, vencido: el tiempo se reanudó a mi alrededor con una velocidad inaudita. Y antes de que todo terminara para mí -y por desgracia, como debo de inferir, para buena parte del mundo- aquel gigante meteoro se hundió lento, casi diría delicado, en mi cabeza.

No hay comentarios: