domingo, 27 de mayo de 2012

Revolución



Donde unos invocan lo incomprensible, yo dudo de mi inteligencia. Todas las tardes que hace buen tiempo, leo en mi terraza sentado en la misma orientación con respecto al sol para que su luz no me moleste de forma directa. Pero hoy el sol se sitúa en un lugar no acostumbrado. Antes de acudir a lo sobrenatural, repaso mentalmente mis muy básicas nociones de astronomía y concluyo, sí, en la imposibilidad lógica y física de tal suceso.
Quizás el pedazo de tierra sobre la que se asienta mi edificio se ha desplazado en un ángulo de noventa o cien grados, ¿o no podría el sol haber contravenido por un breve lapso de tiempo, el que le bastaba para esta modificación, las leyes que me enseñaron de niño? Si ha sido la tierra quien se ha desplazado, ¿lo ha hecho aquella sobre la que se hunde y se levanta mi edificio, la que corresponde a todo mi barrio o a la de toda la ciudad? Un desplazamiento de fallas y de estratos extraordinariamente imperceptible, silencioso, o del que yo no me he enterado, pero es que yo nunca suelo enterarme de nada, quizás todo ha vibrado durante medio minuto pero yo estaba ensimismado, reconcentrado en alguna de mis modestas, inútiles actividades.
Puede tratarse de un movimiento tectónico que afecta a la península entera en la que se halla mi país, o acaso el corrimiento geológico ha variado la distribución continental a un nivel planetario. En cualquier caso, no ha habido terremotos ni desastres: ya me he encargado de comprobarlo en internet y en el resto de medios. Nadie parece hacerse eco. Desconozco, por tanto, la escala del desconcertante cambio en la posición del sol, que es, no debo olvidarlo, el centro de nuestro sistema solar, y una humildad elemental me lleva a descartar, para explicarlo, la elección entre una posibilidad macrocósmica o una local, incluso diminuta: quizás se trata de un sencillo problema de comprensión personal, de falta de inteligencia; una torpe desorientación por mi parte, un detalle acerca de estas cuestiones que no percibo bien o que malentiendo.
Corrijo la orientación de mi silla sin darle más vueltas, decidido a no comentar con nadie el estrambótico suceso, mañana en el trabajo: acostumbro a no reclamar la atención ajena sobre mí y mis poco importantes circunstancias, es algo que no pienso corregir ahora, a pesar de todo. Trato, incluso, de moderar la expectación que ya estoy sintiendo por la llegada de la tarde de mañana, pues debo gestionar con calma mi curiosidad hacia la posición que vaya a ocupar el sol entonces, cuando siga leyendo la novela que leo o que trato ahora de leer, es bastante interesante y me está gustando mucho, bastante más que estas torpes pugnas con mi inteligencia para colegir la causa y el alcance de esta extraña variación de la trayectoria del sol en el cielo.
¿No debería sentir, más bien, curiosidad por saber si hará buen tiempo mañana y, por tanto, si podré salir como acostumbro a esta terraza, para continuar con la lectura de mi novela? Si lloviera o hiciese frío, ¿debería perturbar mi tranquila y atenta lectura a cubierto, dentro del salón, con el impulso de mirar a través de las cortinas para comprobar la posición del sol? No hacerlo, ¿no comportaría para mi carácter una detestable indolencia? Todas estas paradojas me atormentan, ya he desperdiciado demasiado tiempo explicándolas aquí y ahora, arrogando a mis pensamientos un interés que palidece frente al legítimo y verdadero que el autor de la novela que leo sí ha sabido urdir, con su profesionalidad, con su trabajo, para sus lectores.
Creo que voy a corregir de nuevo la orientación de mi silla con respecto al sol, para situarla como estaba, como acostumbra a estar: toda esa luz me molesta y me deslumbra en penitencia por mi falta de humildad, mientras trato de leer y aprovechar una tarde de la que ya he desperdiciado buena parte considerando todo esto.  

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