Elimino del verso
el brillo de la luna
para que sobreviva entre las sombras
mi pequeña falena.
Ya no busco la luz, resulta inútil.
Hace tiempo cometí un error, pero no puedo recordarlo. Solo sé que el mundo tal y como alguna vez lo conocí ha desaparecido: la civilización y los núcleos urbanos, el orden de los días y las noches en su estricta sucesión... También -lo más extraordinario- la compañía de los otros: hace tiempo que estoy solo. Solo yo he sobrevivido a una catástrofe de la que solo puedo ver sus resultados, el páramo que me rodea: no sé qué clase de hecatombe fue, pero sospecho que todo se desató por culpa de mi error.
Hay la luz persistente de un sol que no me deja ver. No puedo predecir su posición, cuándo viene o se oculta, ni hay materia fija que me sirva de parapeto. Donde todo queda a la vista, todo fluye: no hay aquí asideros ni descanso. Donde no hay sombra, hay una sombra que no cesa: no hay nada ya que distinguir.
Entre las formas que se mueven, uno sospecha un movimiento, una fluencia: impone una única forma que cambia sin cesar. Imagino a alguien muy grande, gigantesco y extraño que observa desde lejos: es cosa de mi soledad, supongo. Pero de esta fantasía me sorprende que esa entidad descomunal nos vea a mí y al mundo como algo que está quieto y en paz, tranquilo.
En realidad, yo soy el mundo y ese alguien que me observa, pienso. Pero temo perderme por esos caminos de la mente: no sé si todo allí va a acelerarse o si, por fin, regresaría a la quietud; una quietud real, si es que existe algo así. El mundo y yo, ambos supervivientes, aún nos aferramos a alguna clase de ensimismamiento que busque la reparación: igual que el mundo trata de restituir su equilibrio perdido -las rotaciones de los astros, las mareas de sus océanos-, yo intento recordar la forma en que no debo abandonarme para no cometer aquel error, fuera cual fuese.
Hace tiempo cometí un error, pero no puedo recordarlo. Solo sé que el mundo tal y como alguna vez lo conocí ha desaparecido: la civilización y los núcleos urbanos, el orden de los días y las noches en su estricta sucesión... También -lo más extraordinario- la compañía de los otros: hace tiempo que estoy solo.
Solo yo he sobrevivido a una catástrofe de la que solo puedo ver sus resultados, el páramo que me rodea: no sé qué clase de hecatombe fue, pero sospecho que todo se desató por culpa de mi error.
El mundo y yo, ambos supervivientes, aún nos aferramos a alguna clase de ensimismamiento que busque la reparación: igual que el mundo trata de restituir su equilibrio perdido -las rotaciones de los astros, las mareas de sus océanos-, yo intento recordar la forma en que no debo abandonarme para no cometer aquel error, fuera cual fuese.
MOZART CONCLUYE SU MISA EN DO MENOR MIENTRAS COLABORA EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA GRAN MURALLA CHINA
Trabajé duro toda la semana, y seguí trabajando también el viernes y el sábado, el sábado y el domingo,
trabajé en McDonald´s y Carrefour, limpié suelos y escaleras, barrí toda la suciedad que se acumulaba desde, al menos, la historia de Caín y Abel,
me incliné una y otra vez sobre campos de hortalizas que se extendían hasta donde muere y renace el horizonte, renace y muere en la piel oscura de hombres y mujeres como yo.
Creced y multiplicaos, se nos dijo, y nosotros nos multiplicamos sin cesar, nos inclinamos sin cesar,
buscamos en la tierra la forma de no inclinarnos nunca más.
Cavar allí era cavar en el alma del mundo, abrirle heridas de continuo, aunque sabíamos que, tarde o temprano, el mundo iría a vengarse.
El sol oscurecía nuestra piel y éramos hombre oscuros como una mala broma, como un lapsus momentáneo en los planes de Dios.
También salí a buscarte para robar la libertad a dentelladas, la libertad que nos debían desde hace tiempo, y malgastarla en bares de la periferia, en autovías sin fin camino de la borrachera que no nos abandona.
Debemos intentarlo, me decías, mientras pactábamos con rendiciones y demonios que compartían nuestros rostros y reían, y preparaban más rayas de cocaína, y reían.
Lloraban cuando les contábamos todos nuestros pecados,
lloraban de la risa,
lloraban lágrimas densas como la carne, lágrimas de mercurio y eran los termómetros alucinados que medían el bochorno infernal de nuestras noches,
amasaban con el calor huido de los días,
en las noches de nieve y orfidal,
anestesia limpia para nuestros rostros hundidos,
hundidos como surcos, surcos como vías
para nuestra escapada, trabajamos duro
y descansamos alguna vez.
Te defendí delante de los jueces, pero también te condené, te condené conmigo
y ahora juego a vida o muerte y por placer, un placer masoquista,
apostando las llaves de nuestra libertad.
Por ti desentrañé los secretos de los libros sagrados,
perdí mi tiempo en explicarte cómo el tiempo moldea paciente, furioso, estrellas y galaxias.
Pero te rajaste cuando llegó el momento de viajar hasta ellas.
Ve tú solo, me decías, ansiosa de otro día para el descanso,
otro planeta más tranquilo en el reino del tiempo y no en el del espacio,
ese reino que siempre gira
y no aquel ante el que siempre nos debimos inclinar.
Es nuestro al fin todo el uranio, y nuestros sueños brillan enfermos en todas las mañanas del mundo,
tuyas, tuyas son las llaves del reino de la muerte.
Kirie eleison, kirie, kirie eleison,
sólo espero
que vengas a buscarme para salvarme de mí mismo,
que puedas devolverme mi rostro, que me ayudes a recordar mi verdadero nombre.
Mi alma solo puede residir, a estas alturas, en tu voz
y yo, bueno, solo quiero que cantes
mientras los violinistas agitan sus brazos
con espasmos que sacuden a ángeles impasibles
-tocan para que el mundo llore
con esta música que nos ciega
y nos devuelve la vista:
Kirie eleison, kirie, kirie eleison.
Tiembla la creación mientras cantamos.
Ah, es muy fácil dar por terminada algo que llamas creación
para luego esconderte y observarla desde lejos,
cuando todo ha quedado en ella por hacer.
Nosotros acudimos a diario a sostenerla,
ararla y roturarla, y esperar a que crezcan sus frutos en centros comerciales donde lo que se vende es infinito,
como el esfuerzo con que lo hemos producido.
El tiempo de una vida ya no basta para pagar todo lo que necesitamos. ¡Ah, salve, dios del ruido y la velocidad!
Escucha nuestra oda marítima cuando los campos son un mar
en el que viene a perecer todo el esfuerzo.
Seguimos esforzándonos, ¿o es que no nos ves?
Kirie, kirie eleison.
Nuestras manos son alas, no cesan de agitarse
en pos de todo aquello que deben agarrar.
Nuestro sudor es un volcán y lo llevamos tatuado
y gime y ruge con nuestra canción.
Seguimos esforzándonos cuando el esfuerzo ya no basta
y escondemos en nuestros cuerpos
toda la furia de la tierra, su perentoriedad y su miseria,
su carácter caduco, pero también su eternidad, una fecundidad sin fin.
Seguimos madrugando
cuando el amanecer no se distingue de la noche.
Sabemos que amanece porque estamos cantando.
Tiembla, tiembla la creación mientras cantamos.
El escenario es nuestro al fin, nos pertenece,
siempre fue nuestro. Ángeles en tonos de sepia, autómatas furiosos que tocan sus violines para nadie.
¿O es que al fin, estás oyéndonos?
Abre los ojos, míranos, estamos ahí arriba,
sé que nos ves ahora, ves cómo nos movemos
aunque nosotros no lo decidimos, nos estamos moviendo
y vamos a seguir haciéndolo por mucho tiempo
para satisfacer los hilos que nos mueven.
El escenario es nuestro, nuestro al fin,
somos robots para este número final,
esta revelación o apocalipsis, este juicio
al que asistimos a diario, a cada instante.
Ocupamos el escenario, una vez más,
como siempre lo hicimos:
nunca tuvimos otro lugar al que volver.
Somos nosotros, los autómatas,
y, por si no te has dado cuenta, estamos cantando.
[Poema leído anoche en Cartagena, en el I Encuentro de Poesía Combativa "Con-Clave de Voz". Pertenece a una ampliación, actualmente en proceso, de mi primer libro de poemas, publicado en 2001: la plaquette Nuevos Dioses]
(Murcia, 1973). Licenciado en Filología Hispánica, con másteres en literatura comparada europea y en escritura de guión para cine y televisión. Sus dos primeros libros de poemas fueron Los nuevos dioses (finalista del premio Voces del Chamamé, Asturias, 2001; Los cuadernos portátiles, Murcia, 2001) y Agujeros (Tres Fronteras, Murcia, 2002), aunque hoy, como suele suceder con los primeros libros, salvaría solamente algunas páginas de ellos.
Más recientemente ha publicado un largo y alucinado poema épico, o road movie en verso, de título Vigilia del asesino (Celesta, Madrid, 2014); el libro misceláneo de poemas y fragmentos narrativos Llegada a las islas (Baile del Sol, Tenerife, 2014); y la plaquette Animal fabuloso de veintisiete letras (Mursiya poética/Colectivo Iletrados, Murcia, 2012).
Como narrador es autor del libro de relatos Los monos insomnes (Chiado, Lisboa, 2013), la plaquette en formato electrónico Nosotros, los telépatas (Suburbano, Miami, 2013). y la novela breve Armas de fuego místico, incluida en el volumen colectivo Extraño Oeste (Libros del Innombrable, Zaragoza, 2015).
Ha colaborado como crítico y ensayista en revistas como El coloquio de los perros, Deriva o Quimera, y en la antología de relatos Los Supremos. Superhéroes y cómics en el relato hispánico contemporáneo (El Cuervo, Bolivia, 2013), donde firma el ensayo “Encuentros con entidades. Mis experiencias con los superhéroes”, que sirve de epílogo al volumen. Sus relatos y poemas han aparecido en revistas como La bolsa de pipas (Mallorca) o Hache (Murcia), y en websites como Los noveles, Las afinidades electivas o La nave de los locos.