sábado, 5 de noviembre de 2011

Un poema


MOZART CONCLUYE SU MISA EN DO MENOR MIENTRAS COLABORA EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA GRAN MURALLA CHINA


Trabajé duro toda la semana, y seguí trabajando también el viernes y el sábado, el sábado y el domingo,


trabajé en McDonald´s y Carrefour, limpié suelos y escaleras, barrí toda la suciedad que se acumulaba desde, al menos, la historia de Caín y Abel,


me incliné una y otra vez sobre campos de hortalizas que se extendían hasta donde muere y renace el horizonte, renace y muere en la piel oscura de hombres y mujeres como yo.


Creced y multiplicaos, se nos dijo, y nosotros nos multiplicamos sin cesar, nos inclinamos sin cesar,


buscamos en la tierra la forma de no inclinarnos nunca más.


Cavar allí era cavar en el alma del mundo, abrirle heridas de continuo, aunque sabíamos que, tarde o temprano, el mundo iría a vengarse.

El sol oscurecía nuestra piel y éramos hombre oscuros como una mala broma, como un lapsus momentáneo en los planes de Dios.


También salí a buscarte para robar la libertad a dentelladas, la libertad que nos debían desde hace tiempo, y malgastarla en bares de la periferia, en autovías sin fin camino de la borrachera que no nos abandona.


Debemos intentarlo, me decías, mientras pactábamos con rendiciones y demonios que compartían nuestros rostros y reían, y preparaban más rayas de cocaína, y reían.


Lloraban cuando les contábamos todos nuestros pecados,

lloraban de la risa,

lloraban lágrimas densas como la carne, lágrimas de mercurio y eran los termómetros alucinados que medían el bochorno infernal de nuestras noches,

amasaban con el calor huido de los días,

en las noches de nieve y orfidal,

anestesia limpia para nuestros rostros hundidos,

hundidos como surcos, surcos como vías

para nuestra escapada, trabajamos duro

y descansamos alguna vez.


Te defendí delante de los jueces, pero también te condené, te condené conmigo

y ahora juego a vida o muerte y por placer, un placer masoquista,

apostando las llaves de nuestra libertad.


Por ti desentrañé los secretos de los libros sagrados,

perdí mi tiempo en explicarte cómo el tiempo moldea paciente, furioso, estrellas y galaxias.

Pero te rajaste cuando llegó el momento de viajar hasta ellas.

Ve tú solo, me decías, ansiosa de otro día para el descanso,

otro planeta más tranquilo en el reino del tiempo y no en el del espacio,


ese reino que siempre gira

y no aquel ante el que siempre nos debimos inclinar.


Es nuestro al fin todo el uranio, y nuestros sueños brillan enfermos en todas las mañanas del mundo,

tuyas, tuyas son las llaves del reino de la muerte.

Kirie eleison, kirie, kirie eleison,

sólo espero

que vengas a buscarme para salvarme de mí mismo,

que puedas devolverme mi rostro, que me ayudes a recordar mi verdadero nombre.

Mi alma solo puede residir, a estas alturas, en tu voz

y yo, bueno, solo quiero que cantes

mientras los violinistas agitan sus brazos

con espasmos que sacuden a ángeles impasibles

-tocan para que el mundo llore

con esta música que nos ciega

y nos devuelve la vista:

Kirie eleison, kirie, kirie eleison.

Tiembla la creación mientras cantamos.


Ah, es muy fácil dar por terminada algo que llamas creación

para luego esconderte y observarla desde lejos,

cuando todo ha quedado en ella por hacer.

Nosotros acudimos a diario a sostenerla,

ararla y roturarla, y esperar a que crezcan sus frutos en centros comerciales donde lo que se vende es infinito,

como el esfuerzo con que lo hemos producido.


El tiempo de una vida ya no basta para pagar todo lo que necesitamos. ¡Ah, salve, dios del ruido y la velocidad!

Escucha nuestra oda marítima cuando los campos son un mar

en el que viene a perecer todo el esfuerzo.

Seguimos esforzándonos, ¿o es que no nos ves?

Kirie, kirie eleison.


Nuestras manos son alas, no cesan de agitarse

en pos de todo aquello que deben agarrar.

Nuestro sudor es un volcán y lo llevamos tatuado

y gime y ruge con nuestra canción.

Seguimos esforzándonos cuando el esfuerzo ya no basta

y escondemos en nuestros cuerpos

toda la furia de la tierra, su perentoriedad y su miseria,

su carácter caduco, pero también su eternidad, una fecundidad sin fin.


Seguimos madrugando

cuando el amanecer no se distingue de la noche.

Sabemos que amanece porque estamos cantando.

Tiembla, tiembla la creación mientras cantamos.


El escenario es nuestro al fin, nos pertenece,

siempre fue nuestro. Ángeles en tonos de sepia, autómatas furiosos que tocan sus violines para nadie.

¿O es que al fin, estás oyéndonos?

Abre los ojos, míranos, estamos ahí arriba,

sé que nos ves ahora, ves cómo nos movemos

aunque nosotros no lo decidimos, nos estamos moviendo

y vamos a seguir haciéndolo por mucho tiempo

para satisfacer los hilos que nos mueven.


El escenario es nuestro, nuestro al fin,

somos robots para este número final,

esta revelación o apocalipsis, este juicio

al que asistimos a diario, a cada instante.


Ocupamos el escenario, una vez más,

como siempre lo hicimos:

nunca tuvimos otro lugar al que volver.


Somos nosotros, los autómatas,

y, por si no te has dado cuenta, estamos cantando.




[Poema leído anoche en Cartagena, en el I Encuentro de Poesía Combativa "Con-Clave de Voz". Pertenece a una ampliación, actualmente en proceso, de mi primer libro de poemas, publicado en 2001: la plaquette Nuevos Dioses]


3 comentarios:

Juan de Dios García dijo...

Olé.

Antonio Gómez Ribelles dijo...

Me gutó mucho oirlo de tu voz, pero necesitaba leerlo. Fantástico.

danideseus dijo...

¡Extraordinario!