viernes, 26 de septiembre de 2008

Baden-Powell tenía razón

Los muchachos deben dormir con la ventana abierta también en invierno, lo decía Baden-Powell; para ser menos propensos a coger resfriados. Me acuerdo de Baden-Powell porque ya estamos en otoño, pero lástima que esté lloviendo tanto: podríamos despertar flotando, de seguir su consejo, y nuestra cama se deslizaría escaleras del edificio abajo para llevarnos a la deriva por la ciudad. Robustecidos y perdidos, dispuestos en nuestra derivé a conquistar por fin el espacio.
Stephen Hawking dice que el destino natural del hombre es el espacio: bien, pero eso ya lo decía William S. Burroughs y Burroughs no necesitaba del bosón de Higss para decirlo. También es verdad que Hawking no necesita heroína como la necesitaba Burroughs. Yo qué sé, espera, voy a por café. Cierro las ventanas antes de hacerlo: paso de acabar como Moisés, si es que me duermo. Monoteísmos, Pentateucos, uf. A mí el café me da sueño. O sea que olvida a Baden-Powell, tío.
Esta noche he soñado que un bosón de Higgs se deslizaba a través de mi ventana en uno de los lapsos de la lluvia. Así, furtivo como un vampiro o, lo que es lo mismo, como un amante de los de antes –todo el mundo sabe que el vampiro nació, antaño, como una metáfora de los amantes desabridos-, se acercaba a mi lecho pero no para chuparme sangre sino para chutarme materia: con lo que cuesta adelgazar. Como un vampiro inverso, como un amante de los de antes, de los que parecían dar más de lo que recibían. Preñarme de materia, pues vamos arreglados. ¿Alguien se cree lo del bosón de Higos? Venga, vamos. Bueno, en serio: yo qué sé, sólo sé que el corrector de Word me corrige Higgs y me pone Higos, por algo será. Ahora andan probando a empezar de nuevo el universo pero en miniatura, un universo tamagotchi, ¿ya nadie recuerda a los malditos tamagotchis?, ¿ya nadie llora en los cementerios de tamagotchis?
Parece ser que hay un enorme acelerador de materia, bajo Ginebra. Hay gente que tiene miedo porque ese acelerador podría tragarnos, dicen que exageran pero de momento un pequeño agujero negro se ha tragado a una chica india de quince años; no me posiciono con los catastrofistas, sólo digo lo que veo: una niña muerta. David Foster Wallace también se acaba de suicidar. Una niña en la India y Foster Wallace en EEUU. Dos pequeños agujeros negros aparte de aquellos de los que no he tenido noticia. De los que no tenemos noticia desde el principio de los tiempos, desde el Pentateuco, al menos. El universo se expande y todo se acelera. En principio, a mí todo lo que acelera me marea. Lo pienso y me acelero, o sea que me mareo y tengo que tumbarme.
Anoche desperté y tenía al bosón de Higgs frente a mí. O sea que vi el rostro de Dios: consistía en un montón de higos. No me comí ninguno, cuesta mucho adelgazar y cualquiera sabe que lo peor es comer a deshoras. Tampoco me gustan los higos, y mucho menos si esos higos tienen que ver con el origen del universo. He dicho que me miraban, pero todo el mundo sabe que los higos no tienen ojos. Dios tampoco puede mirarnos: su mirada nos destruiría, ¿alguien lo duda?. No, no me los comí: no necesito ninguna clase de purificación. De momento. Espero. Y rezo por ello, mientras trato de volver a dormirme.
Abre o cierra la ventana, haz lo que te salga de los cojones. Pero hazlo ya.
Y luego intenta dormir tú también, si puedes.

martes, 23 de septiembre de 2008

Los días y las bestias


En torno a Diario de las bestias blancas de Diego Sánchez Aguilar (VII Premio Dionisia García, Aula de Poesía / Universidad de Murcia, 2008):


Diego Sánchez Aguilar sabe que no se puede escribir poesía después de Auschwitz, o no “cierta” poesía, para no incurrir en la mala interpretación que Alberto Santamaría subraya suele hacerse de la afirmación de Adorno en su reciente El poema envenenado[1]. La primera sensación que un lector pueda tener al enfrentarse a su voz poética es la de un timbre educado en la poesía metafísica: con un sentimiento que, con Unamuno, no teme ser expresado a través del pensamiento; un sentimiento que descree de los sentimientos porque sospecha de los acantilados a los que conducen.

(Publicado en la revista digital Deriva. Para seguir leyendo, aquí)

lunes, 15 de septiembre de 2008

David Foster Wallace: no me gusta tu última broma



Escribo desde la consternación, acabo de enterarme en el blog de Alvy Singer de la muerte de David Foster Wallace. No puede ser, he pensado al leer el título de su entrada: Obituario: David Foster Wallace, 1962-2008. La incredulidad ha dejado paso a la congoja cuando he comprendido que sí, que era verdad. Una extraña congoja, la que uno siente por la muerte de un hombre al que sólo ha conocido a través de su literatura.

Entré en su obra en el mejor momento posible: en uno de los peores momentos de mi vida, exactamente en vísperas de esos extraños momentos. Una reseña de La chica del pelo raro en El País me llevó a las librerías y disfruté con intensidad de la libertad de su escritura, así como de la exactitud con la que Wallace registra la nebulosa delirante de nuestros días. Fue uno de esos libros que desaparecen de tus manos una vez lo has terminado para pasar por multitud de manos, las de aquellos amigos a los que quieres hacer partícipe de tu entusiasmo, manos que llevan y traen el libro, lo doblan y lo desgastan y te lo devuelven al cabo de mucho tiempo para hacerte un poco más feliz, porque permiten un entusiasmo infeccioso y un fervor al que dar forma con palabras y con silencios, con asumidos sobreentendidos, en esos mundos paralelos que la mejor literatura construye para explicar mejor el nuestro, para explicárnoslo y para hacerlo, en la medida de lo posible, más vivible, dentro de una fiesta paralela donde se alían la fantasía y la inteligencia.

Cuando su siguiente libro llegó, yo estaba en un hospital. Mis familares se ofrecían a traerme libros, y yo pedí el suyo: La broma infinita. “¿De qué trata?”, preguntó mi hermana. “De un futuro en el que los años son designados no con números sino con el nombre de las empresas que los patrocinan y de bebés gigantes que habitan en cráteres radiactivos”. Ante el estupor de los míos, añadí: “Sólo son 1000 páginas de travesura textual. 1200, contando con las notas. Me mantendrá entretenido”.

Y lo hizo. Un libro difícil, un libro al que volveré una y otra vez ya fuera del hospital, cada vez menos enfermo y cada vez más sano porque entiendo mejor mi enfermedad, porque soy un enfermo que asume su enfermedad con la irresistible comprensión de sus mecanismos; vuelvo a esa novela en distintas acometidas que realizo como un explorador se interna en terra incógnita, avanzando más en cada nueva incursión y cada vez más sorprendido ante el alcance con que su autor ha pulverizado toda una tradición para volver a construirla sobre sus cimientos: nueva y antigua a un tiempo, no más verdadera ni más original porque esa es, quizás, la única manera de ajustarse en propiedad a la verdad de nuestro legado literario, y llegar así a su origen. Como El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon o La escuela de mandarines de Miguel Espinosa: artefactos que dictan sus propias reglas y que funcionan en el momento en que el lector sólo queda atrapado en la comprensión de la partida; cuando, de súbito cómplice tanto en el juego como en la constitución de sus reglas, comprende que ya es demasiado tarde para volver la espalda y marcharse indemne de allí.

La mejor novela siempre ha ido de la mano de la fiesta del ingenio y de la broma, de la inteligencia y de la risa. La mirada de David Foster Wallace hacia nuestro mundo nunca fue complaciente, pero tampoco abatida: baste como prueba la construcción de los mundos que en sus libros llevó a cabo, la fuerza prodigiosa necesaria para erigirlos. Se lleva con él el secreto de la creación, su atanor único; se va con él un eslabón imprescindible. Leo en el blog de Vicente Luis Mora que ha muerto por su propia mano y la perplejidad es doble; el mismo Mora cita, en parangón, el caso de Kurt Cobain, y recuerdo que sentí esa misma perplejidad hace diez años, cuando el músico también renunció a vivir.

Que muera un autor tan joven, en el apogeo de su creatividad, nos priva a sus lectores de esos mundos nuevos, que emergen con nuestros nuevos días, pero cierra aquellos que nos legó y los deja listos para que crezcan por su cuenta, para que muten y se desarrollen con cada futura lectura, para que infecten así nuestra realidad, y la envenenen, y nos curen.

domingo, 14 de septiembre de 2008

La siesta de los maniquíes


Aquí la siesta es un lugar habitual para encontrarse. Los durmientes caminan, cada tarde, con los ojos cerrados; no se ven ni se saben cerca, pero una parte de ellos les da tranquilidad, seguridad mientras se internan en el espeso bosque de la tarde del sueño, en la ciudad del sueño, en su desierto.

Sueñan con estar solos y descansan del ruido, pero se saben protegidos en la seguridad del antañoso hábito, sus frecuentadas vías. Así es como caminan y descansan, así se cansan cada tarde para dar, a media tarde, una breve ilusión de sucesión: continuidad al día: antes de sus noches su luz interrumpida como un sueño nocturno: difícil, sin descanso, portador del sobresalto y del terror a despertar muy pronto, a no despertar nunca.

Acompañados, solos. En su intrincado callejero, en sus desnudas vías. Nos observamos de reojo, sin sabernos soñando, sin mirarnos. Allí nunca hubo nadie.

Una siesta tardía, una muerte prematura, en simulacro, en que la luz final de un día que declina me recibe proclamando que mis vidas también declinarían de la misma forma, que ya lo están acaso haciendo, y es el despertar así, como a deshoras, una promesa ajena a quien la hace y su deseo de llevarla a cabo, su sospechosa voluntad, en cualesquier sentidos; porque igual se cumple.

Me despierto sin mí. La luz es leve y duda, liberada también ella, de pronto, de sí misma. Camino sigiloso por la casa en sombra. Apartado de mí, sin peso.

Un secreto ajeno a cualquier deseo y a los lugares comunes, que no nos pertenece.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Un viaje que no hicimos


Recuerdo como si hubiera sido un sueño aquel viaje a Venecia, esa escapada más bien, de fin de semana; porque su recuerdo, la escapada o viaje mismo, participaba de la textura de los sueños.

Paseábamos a menudo, casi todo el tiempo: lo sentía como un tiempo infinito; ella con su libro de poemas de Walt Whitman que compró en el aeropuerto, yo con mi cuaderno de notas. El resto del día eran huecos en los que nos encerrábamos en nosotros mismos, en nuestras oquedades; huecos nosotros mismos, para defendernos del milagro exterior, huecos contra lo absolutamente lleno, repleto de existencia, siquiera frágil: pleno en su fragilidad, imposible de horadar sus mínimos detalles, inabarcable el conjunto; infinito el espacio, como el tiempo, mientras nosotros breves, fugaces, ya casi yéndonos. Ella desaparecía despacio adentrándose en sus paisajes mentales, en sus tiempos mentales; yo hacía bocetos de los edificios en mi cuaderno; los mezclaba en el tiempo, edificios viejos, edificios nuevos, inventados muchas veces, por venir; también en el espacio: sentado en bancos de piedra, en pedestales, junto a verjas, muros y recintos; bajo la sombra de tilos y de encinas, escalinatas de edificios, de palacios, de iglesias y que por tanto siempre ascendían para mí; y escalinatas que bajaban a canales de paredes cubiertas a medias por agua cenagosa, pestilente, el agua que bailaba como si la ciudad entera fuera un barco, un enorme ser acuático que nos acoge a todos en su interior, también al musgo.

La misma tarde de nuestra llegada enfermé, fui víctima de un repentino acceso de fiebre: tumbado sobre la cama, sin dormir ni estar despierto, soñaba que paseaba una y otra vez por la parte de la ciudad que ya habíamos visto y también por aquellas que aún nos quedaban por conocer. Ocioso y quieto por fuerza, por la de mi enfermedad, las inventaba sin problemas: una veces de forma realista, verosímil, y otras con el delirio propio de mi duermevela prolongada: arquitecturas imposibles donde Palladio y Piranesi se fundían. Osos, ciervos y garzas deambulaban por sus calles vestidos de carnaval, de commedia de´ll arte: Polichinelas con garras, Arlequines de enmarañado pelaje, Aspaventos de bigotes felinos, Colombinas de largas orejas, orejas puntiagudas, orejas romas, orejas dobladas, a veces tenían alas y a veces no; tarde o temprano volvía a la realidad para verla a ella pasear desnuda a través de las enormes estancias donde nos alojábamos, sus largos pasillos, y aún me restaba un poco de tierra firme en el universo volátil de mi enfermedad para sospechar que también esa percepción del espacio me era falseada por mi febril hiperestesia; un espacio en todo caso reducido y normal, pero no así la visión que tuve de ella, no falseada, quiero decir, paseando desnuda y recitando a Whitman en los intervalos en los que no estaba a los pies de mi cama para atenderme o simplemente hacerme compañía, estando en todos los sitios a la vez siempre que esos sitios empezasen o acabaran en mí. Triturando el tiempo.
Recitaba largos versículos, no sé si paseando lejos de mí o tratando de entretener mi reposo; mi duermevela iba y venía como el mar en la playa, sus olas: a veces yo quedaba varado en la arena como un escualo moribundo, como una gran ballena, como un crustáceo pequeño y translúcido, alucinado por la sed y la luz de un sol inmisericorde; otras veces, antes de darme cuenta, estaba en alta mar, en pleno océano: si trataba de sumergirme lo hacía en las poderosas corrientes de un sueño definitivo. La buscaba con la mirada de mi pensamiento, sumergido, y sabía que ella ya no estaba allí, ni en la profundidad ni en la superficie: perdida en los pasillos de viejos versículos, convertida en esos versos, sorteando los escollos de las sílabas fuertes. El mar me devolvía a la orilla o a su corazón sumergido en sus propias capas abisales: el resultado era el mismo. Los versos, sus imágenes, se alejaban despacio. Con ella a bordo. En sus orillas, detenida; en los periodos átonos de sus largas cadencias. En el fondo vacío de su secreto.
Su secreto.

Nunca estuvimos en Venecia y aún trato de recordar aquellos versos; trato de averiguar, temblando por la fiebre, si ella existió alguna vez.