lunes, 28 de septiembre de 2009
jueves, 24 de septiembre de 2009
Tildes, tildes, ¡tildes!
Atando a las volátiles vocales al suelo de la línea. Un cielo y luego un suelo: que sientan ambas cosas, las vocales, cuando las reconduzco a este redil momentáneo. Pasasteis demasiado tiempo con ese aspecto de bobas que da tener la boca abierta demasiado tiempo. Tanta abertura insulsa, las tildes la modulan. Alean esa fuerza. Son, con ellas, monóculos inversos. Le dan a las vocales aires de mundo y sofisticación. Le dan pautas, propósitos.
Trueno de la vocal. Que la ilumina
Yo creo que es la venganza a la que me han sometido por querer sujetarlas en periodos más estrictos. Periodos métricos. Pero ya no más, amigas. Releo lo que acabo de escribir y localizo un heptasílabo. Fuera heptasílabo.
Relámpago del orden, sé benigno.
Me acaba de salir otro endecasílabo. Pero ellas lo han querido así. A partir de ahora, son ellas quienes deciden: haced lo que queráis, hermanas.
Pastad sin sujeción, libres.
lunes, 21 de septiembre de 2009
Un poema de W. S. Graham
¿Por qué elegiste este lugar
para que nos citásemos? Bien, siéntate
conmigo aquí entre esta
palabra y la de acá, mi reina en cueros.
Pero no las confundas
con lo real. Aquí,
en la tierra de Malcom Mooney,
he oído a algunos
intrusos que, a lo lejos,
gritaban. Cazadores que, temprano,
se deslizaban por el hielo
repletos de entusiasmo.
Alzando el vuelo dentro del oído,
el alarido del arpón se deslizaba
hacia la verdadera presa, la adecuada
presa para el momento.
El coro de graznidos, temeroso,
deja inclinado el témpano de hielo;
resbala entre las aguas.
Sobre los icebergs, las insensatas
voces encienden lámparas
y todos sus sonidos
hacen de este diario
un lugar que, escribiéndonos,
nos incluye a ambos.
Ven y siéntate. ¿O no
es correcto que aquí permanezcamos
mientras, allí afuera,
más allá de la tienda, los barbados
ciegos se van para calmar a sus chiquillos
a los hornos de escarcha?
¿Qué novedades hay? ¿Por qué viniste
aquí a través de los canales
de primavera que se abrían?
Elizabeth, el niño y tú
habéis estado aquí conmigo
muy a menudo, en especial
en estas últimas etapas. Cuéntale
alguna historia, cuéntale
que me crucé con un anciano
oso de azufre, y que serraba
su tronco de dormir,
atronador, bajo la nieve.
Que soplaba la luz, y que la luz volaba,
en polvo, hacia esta página
y aquí cayó su aliento fétido, en astillas;
dentro de estas palabras.
Era un buen roncador.
Elizabeth, en cueros
sobreviniste reina mía, y te senté
aquí conmigo. Te aparté
de las fatigas adecuadas.
Ahora debo hacerme a estar ya solo.
Más allá de las tiendas infinitas,
las cimas de los montes continúan
su deriva. Palabras
a la deriva sobre más palabras.
La verdadera nieve, nunca abstracta.
PS: Me gustó mucho este poeta, al que descubrí en La isla tuerta. 49 poetas británicos (1946-2006), publicado por Lumen. Releyéndolo, me asaltaba la tentación de practicar yo mismo una traducción rítmica y, por lo tanto, algo libre. Es la primera vez que intento algo así y solo he conseguido el ritmo en algunos tramos; mi inglés no da para mucho -mayor razón para el carácter algo libre de mi interpretación del poema-, y me he apoyado en el traductor original de la edición, Matías Serra Bradford, y en un uso algo imaginativo del Word Reference.
miércoles, 16 de septiembre de 2009
Hallando endecasílabos en Jacques Lacan
Olvidarme de mí, ser un robot. Servir y ser -sentirme- transportado. Ir y volver, y en el trayecto tomar notas así, algo así como ésta.
martes, 1 de septiembre de 2009
Pacific Ocean Blues
Los sueños deben de ser la cloaca donde acaba lo que nos sucede durante el día, se me ocurre: debo investigar esto, a lo mejor alguien ya lo ha estudiado.
Allí circulan, fluyen. Se reciclan. Siguen fluyendo.
Paso las últimas noches en tensión, despertándome a menudo y con pesadillas. Durante el día trabajo mano a mano con mi chica en la mudanza; el traslado de todo aquello que hemos acumulado en nuestra casa anterior lo simultaneamos con la compra, el traslado y, ay, el montaje de muebles y cachivaches. Mi chica se asoma entre cables, tornillos y brocas para espetarme que se me ve muy tranquilo, demasiado tranquilo. ¿No me estresa saber que debemos entregar la llave del otro piso en tres días? ¿No me estresa vivir entre dos pisos que están patas arriba, ambos? ¿No me estresa la broca funcionando noche y día?
Sí, tía. Pero va todo derecho al sueño.
Miraré a ver en el apartado de psicoanálisis, me suena que alguien dijo algo de esto. Por fin un cierto orden en los libros, que fue lo primero que trajimos y acomodamos entre estantes: un cierto orden futuro, que pospongo con placer; aunque a ratos, para descansar de la broca, ya voy haciendo agrupaciones. Se acaba el verano; ningún proyecto de maratón lectora, esta vez: sabía lo que tocaba. Me propuse leer, en torno a julio, la Historia de Genji, pero no he pasado de cien páginas; postergado queda. No me urge. Esa falta de urgencia es un placer. Empecé Nova Exprés de Burroughs, hace semana y media; por echarme al cuerpo algo breve; me quedan pocas páginas; algunas frases memorables, sí, pero no en tanta proporción como en otros libros del viejo Lee. Qué más da. Demorar, postergar una vez más.
Domingo treinta, ocho treinta de la tarde. Salgo a mi pequeña nueva terraza, me abro una cerveza, cerveza de abadía; pongo el Pacific Ocean Blues de Dennis Wilson. Septiembre es el mejor mes del verano, me digo. El sol se va ocultando en mi nuevo skyline, impregnando de color naranja el esqueleto de la gigantesca caldera de gas que tengo por vecino.
Gigante, gigante, ¿de qué me suena eso? Debo volver al trabajo. Hace unos años, exactamente hace dos casas, imaginaba en situaciones similares -el calor, el calor- un relato en el que el océano anegaba la ciudad. Me acuerdo ahora por el título del disco de Wilson. El disco sigue, fluye; como yo. By this river. Sigo fluyendo, ahora consciente del fluir. Pensando en el fluir, más que ejerciéndolo, y también. Abro el portátil: una semana sin escribir; siquiera en mi nuevo cuaderno, aquel que compré a principio de verano y que ya casi he consumido. Antes me hubiese causado desazón pensar en toda esa escritura para nada; ahora me tranquiliza: es lo que hay; pienso contarlo en un poema, tengo la idea y ya voy entrando en calor: lo estoy haciendo ahora, dadme tiempo. Ahora que el calor inmenso de la tarde se disipa despacio, con las rachas de corriente que llegan hasta aquí. Voy acabando mi cerveza, cerveza de abadía. Yoshimi viene a contarme sus cosas –una pìsta: dice “Miau” - tras la pantalla del portátil; su hocico contra ella, en ella lo restriega. Antes de terminar la frase anterior ya se ha ido al otro extremo de la mesa, a darme la espalda por la nula atención que le dedico.
Demorar, demorarse así. Más tragos de cerveza. Lentos, sin prisa. Volver a la escritura así, sin prisa. Sale Isolda con nosotros, vuelve a entrar. La mudanza ha terminado. Solo queda terminar de construir aquí nuestro pequeño hogar. Sale Isolda otra vez, para dirigirse a Yoshimi. Miau. Yoshimi pasa de ella y vuelve conmigo. Insiste tras la pantalla. Con sus cosas. Miau, etcétera.
Permitidme que las siga.