Los sueños deben de ser la cloaca donde acaba lo que nos sucede durante el día, se me ocurre: debo investigar esto, a lo mejor alguien ya lo ha estudiado.
Allí circulan, fluyen. Se reciclan. Siguen fluyendo.
Paso las últimas noches en tensión, despertándome a menudo y con pesadillas. Durante el día trabajo mano a mano con mi chica en la mudanza; el traslado de todo aquello que hemos acumulado en nuestra casa anterior lo simultaneamos con la compra, el traslado y, ay, el montaje de muebles y cachivaches. Mi chica se asoma entre cables, tornillos y brocas para espetarme que se me ve muy tranquilo, demasiado tranquilo. ¿No me estresa saber que debemos entregar la llave del otro piso en tres días? ¿No me estresa vivir entre dos pisos que están patas arriba, ambos? ¿No me estresa la broca funcionando noche y día?
Sí, tía. Pero va todo derecho al sueño.
Miraré a ver en el apartado de psicoanálisis, me suena que alguien dijo algo de esto. Por fin un cierto orden en los libros, que fue lo primero que trajimos y acomodamos entre estantes: un cierto orden futuro, que pospongo con placer; aunque a ratos, para descansar de la broca, ya voy haciendo agrupaciones. Se acaba el verano; ningún proyecto de maratón lectora, esta vez: sabía lo que tocaba. Me propuse leer, en torno a julio, la Historia de Genji, pero no he pasado de cien páginas; postergado queda. No me urge. Esa falta de urgencia es un placer. Empecé Nova Exprés de Burroughs, hace semana y media; por echarme al cuerpo algo breve; me quedan pocas páginas; algunas frases memorables, sí, pero no en tanta proporción como en otros libros del viejo Lee. Qué más da. Demorar, postergar una vez más.
Domingo treinta, ocho treinta de la tarde. Salgo a mi pequeña nueva terraza, me abro una cerveza, cerveza de abadía; pongo el Pacific Ocean Blues de Dennis Wilson. Septiembre es el mejor mes del verano, me digo. El sol se va ocultando en mi nuevo skyline, impregnando de color naranja el esqueleto de la gigantesca caldera de gas que tengo por vecino.
Gigante, gigante, ¿de qué me suena eso? Debo volver al trabajo. Hace unos años, exactamente hace dos casas, imaginaba en situaciones similares -el calor, el calor- un relato en el que el océano anegaba la ciudad. Me acuerdo ahora por el título del disco de Wilson. El disco sigue, fluye; como yo. By this river. Sigo fluyendo, ahora consciente del fluir. Pensando en el fluir, más que ejerciéndolo, y también. Abro el portátil: una semana sin escribir; siquiera en mi nuevo cuaderno, aquel que compré a principio de verano y que ya casi he consumido. Antes me hubiese causado desazón pensar en toda esa escritura para nada; ahora me tranquiliza: es lo que hay; pienso contarlo en un poema, tengo la idea y ya voy entrando en calor: lo estoy haciendo ahora, dadme tiempo. Ahora que el calor inmenso de la tarde se disipa despacio, con las rachas de corriente que llegan hasta aquí. Voy acabando mi cerveza, cerveza de abadía. Yoshimi viene a contarme sus cosas –una pìsta: dice “Miau” - tras la pantalla del portátil; su hocico contra ella, en ella lo restriega. Antes de terminar la frase anterior ya se ha ido al otro extremo de la mesa, a darme la espalda por la nula atención que le dedico.
Demorar, demorarse así. Más tragos de cerveza. Lentos, sin prisa. Volver a la escritura así, sin prisa. Sale Isolda con nosotros, vuelve a entrar. La mudanza ha terminado. Solo queda terminar de construir aquí nuestro pequeño hogar. Sale Isolda otra vez, para dirigirse a Yoshimi. Miau. Yoshimi pasa de ella y vuelve conmigo. Insiste tras la pantalla. Con sus cosas. Miau, etcétera.
Permitidme que las siga.
2 comentarios:
Porque todavia no tengo internet, cuelgo esta entrada dos dias despues de escribirla, en casa de Alex. Aqui descubro que el ordenador de Alex acaba de sufrir el mismo problema que tiene el mio desde hace meses con las tildes.
El virus se extiende. ¿Una conjura informatica para acabar con nuestras bienamadas tildes?
Estoy deseando ver esa casa. Prometo regalarte un montón del tildes.
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