miércoles, 31 de octubre de 2012

Miguel Espinosa y el día en que la `Escuela de Mandarines´ se convirtió en un ciclo novelístico


Acaba de ser editado, por fin, el primer borrador que Miguel Espinosa escribió de Escuela de Mandarines. Al terminar de leerlo, confirmo la impresión que tuve al hojearlo en la librería: Historia del Eremita, más que una versión primera de Escuela de Mandarines, es una novela distinta enmarcada en lo que podríamos denominar el ciclo de la Escuela de Mandarines. Considerar que esta novela fue una primera versión de otra podría llevarnos a concluir que Espinosa la desechó por fallida, y no sería una conclusión disparatada si tenemos en cuenta el altísimo listón que Espinosa se marcó para su obra. Pero cuando se trata, precisamente, de un escritor tan comprometido con su propia obra -tardó dieciocho años en terminar de darle a Escuela de Mandarines la forma que él quería-, el lector no tiene por qué estar de acuerdo con el autor. Ni muchísimo menos.

Muchos lectores tienen a Miguel Espinosa por un escritor difícil, y no les falta razón. Una de las sorpresas que nos depara este libro es la de mostrarnos un Espinosa mucho más accesible. No hay aquí el grado de complejidad y sofisticación léxica o sintáctica, cifrada en la etimología y la metáfora, del resto de su obra -esa extraña cualidad de su prosa, que la hace seca y barroca a un tiempo-. Pero eso, en un escritor donde la forma y el protagonismo de su prosa son tan acusados, nos deja simplemente con el resultado de una novela más "convencional"; y valgan las comillas para poner en cuarentena cualquier connotación despectiva que el adjetivo convencional pueda tener. Porque incluso como admirador, por tantas razones, de las novelas de Miguel Espinosa, a veces puedo echar en falta en ellas esa deferencia hacia el lector de ofrecer un argumento entretenido, también, a través de la pura peripecia.

El comienzo de esta Historia del Eremita es similar a Escuela de Mandarines -no de forma literal sino argumental: es cierto que aquí, por ser la primera toma de contacto con la novela, sí se echan en falta las palabras precisas con que comienza, en formulación genial, la Escuela de mandarines-, y hay similitudes en otro par de momentos, que yo recuerde ahora -un par de canciones, como la canción con que Cara Pocha saluda a la Tierra, o el encuentro del Eremita con los tres demiurgos, aquí denominados "demonios"-. Pero el resto de las cuatrocientas cincuenta páginas suponen, prácticamente, un argumento distinto. Y lleno, además, de peripecias: la historia del Príncipe que deviene hereje tras estudiar filosofía -que es, prácticamente, el clímax de la novela: ¡una novela de Espinosa con una peripecia argumental como clímax!-, o la divertidísima historia del Lego de las Posibilidades, por ejemplo, no solo suponen momentos narrativos de absoluta genialidad, sino que además nos dan a conocer a otro Miguel Espinosa.

Un compañero de trabajo me comentaba esta semana que conoció a Miguel Espinosa en su época de estudiante, por las tascas murcianas. "¡Qué poca suerte tuvo!", me dijo, y es verdad. A mediados de los años cincuenta, ya había definido -que no solo abocetado- el fascinante mundo ficticio de los Mandarines, con todo su entramado de organización social, política, moral y filosófica. Como reverso irónico de la España de su tiempo, pero también como construcción imponente de un mundo de ficción donde las mismas palabras con que los personajes designan las castas de su mundo o se refieren entre sí tienen ya un papel primordial, a la hora de hechizar al lector. Tuvo mala suerte, Espinosa, porque este libro, más que un borrador, podría haber sido -no lo fue cuando él vivió, pero debiera serlo a partir de ahora- el primer jalón no ya de una novela, sino todo un ciclo novelísítico. 

Queda un segundo borrador de la Escuela de Mandarines: si tuviera, al igual que esta Historia del Eremita, la misma entidad diferenciada de esa Escuela de Mandarines que hasta ahora creíamos -o yo, creía- única, estaríamos de triple enhorabuena.

sábado, 27 de octubre de 2012

Buenos días, Hombre Hormiga




Y aquella fue la última ocasión
en la que tropecé, como acostumbro,
con los bolardos de la calle del Pilar.

Malos tiempos para la astronomía,
pequeño galileo.

Imagina una ciudad donde la gente lee poemas
por la mañana, en vez de los periódicos.
Bueno, a ver qué sonetos
han ocurrido hoy,
bosteza el Hombre Hormiga
sosteniendo su taza de café.
Después anota en su cuaderno:

En el mar fueron rocas, olvidé hundir mis naves,
pero no olvido nunca tropezar.

El viejo mar,
la tribu líquida
que insiste.

Una tristeza a la que te acostumbras
igual que a una sinfonía.

¿Quién llorará la lágrima
que cava el hormiguero
donde vas a vivir
de aquí en adelante, viejo amigo?
Porque yo quiero vivir,
porque yo quiero envejecer
sin recurrir demasiado a las lágrimas,
llama a mis amigas, las poetisas cursis,
llama a mis amigos, los poetas broncos:
vamos a montar una fiesta
para que se conozcan.

Imagina una historia sentimental con ovnis.
Vamos a llegar tarde a la invasión extraterrestre.
Bueno, ellos vienen del desierto.
Ellas también, y traen romances,
largos poemas épicos
llenos de hormigas y de abejas,
de gente laboriosa,
tribus de avispas que pican
sus aguijones métricos,
con danzas que van a decirnos
dónde hay flores cerca de aquí.

Se sacrifican en cada palabra aguda
para alcanzar la vida eterna en las esdrújulas.

Bueno, los largos cementerios
de las palabras llanas
siguen llenos de fantasías similares.

Nuestras cabezas son viviendas
baratas para pájaros,
¡Qué éxito, la ópera sin fin
de nuestra tristeza sin cuento
y nuestras alegrías diminutas
de bolsillos vacíos!

Sales de paseo para escuchar
en tu cabeza las noticias,
sintonizas los ríos de palabras
y en sus orillas los bolardos,
camino de las playas que vallaron
con la esperanza de acceder
al mar de todas formas.

En la esperanza de bañarte está
toda la posibilidad de un hundimiento
y de flotar, más tarde, a la deriva.

Levántate, despierta, insiste.

Himnos de la mañana,
cántala, oh tú, cantamañanas.

Otras veces han sido descubiertos,
dime por qué no íbamos a tener éxito,
tarde o temprano,
si insistimos lo suficiente

como ríos de hormigas sobre el mar,
como caminos hacia nuevos continentes
tranquilos, muy tranquilos,
de los que nadie ha tenido noticia.


viernes, 26 de octubre de 2012

Canción del borracho



La brevedad del vino,

junto a la duración

de los cuerpos inmateriales

que ahora visitan al borracho,

precipitan su percepción del clima

y le ofrecen una suerte de síntesís.



Puedo oír, se dice,

gente más allá, lejos.



Donde antes hubo nieve,

ahora hay bochorno:

un lugar donde todo se derrite.



Las presencias consisten

precisamente en eso,

se asegura a sí mismo,

más que como si lo pensara

como si lo leyese de su copa.



Y ausentarse, más que un deber,

es una forma de matar el tiempo.


lunes, 22 de octubre de 2012

Pasa un avión




Pasa un avión y deja una estela igual que la de un barco. Comprendes que el mundo está sumergido.



domingo, 21 de octubre de 2012

Gente tan aburrida




Recuerda a aquel amigo con afecto, pero también con fastidio. Para aclarar esa encontrada sensación, razona despacio y concluye que su amigo es buena persona. Buena persona, sí, pero ¡tan aburrido! 

Bueno, él también lo es. Seguramente, tal circunstancia los unió en secreto. Un secreto, incluso, para ellos: fue de forma inconsciente que congeniaron para aliar sus caracteres intolerablemente abúlicos, desesperantes para cualquier tercero que tenga la desgracia de acabar acompañándoles.  Aunque, reflexiona, su amigo es sin duda más aburrido que él. Y que, desde luego, y al margen de lo que piense el resto de la gente, él se aburre menos consigo mismo que con su amigo.

¿Por qué piensa en él ahora? Porque…  bueno, hace tiempo que no ve a nadie, apenas sale de casa, hasta las personas que disfrutan de su soledad deben sanear de vez en cuando las aguas de sí mismas, para evitar que se pudran. 

¿Por qué no llamarlo y quedar con él?

No parece sorprenderse, al otro lado de la línea telefónica.  Y si se sorprende, después de tanto tiempo sin tener noticias suyas, lo hace con tan pocas expectativas de que esa llamada vaya a cambiar algo de su rutina que es como si no se sorprendiera. 

Quedan en una cafetería. Desde el primer momento, ambos no cesan de bostezarse el uno al otro y es como una conversación codificada. Bueno, no hay tal conversación: no tienen nada que contarse. Las novedades de sus vidas desde que no se han visto son tan escasas e irrelevantes que se las han contado prácticamente todas en el trayecto que conduce desde la  puerta del local hasta le mesa. 

Así que, simplemente, bostezan. Bostezan y bostezan. Al principio, de forma más o menos disimulada; lo cual ya representa alguna clase de conversación, cifrada en toda esa estrategia de disimulos. Pero después lo hacen ya abiertamente: sus bocas abriéndose una y otra vez. 

La gente los mira de reojo, el aburrimiento de ambos es tan evidente que ocupa un espacio alrededor de ellos como la radiación lo hace alrededor de una bomba atómica caída. Y ellos insisten en sus bostezos, progresivamente menos espaciados entre sí, más continuados, más gigantescos. En un flujo creciente e ininterrumpido. Muchos clientes han abandonado el local, deprimidos, y los que quedan no acaban de entender por qué se aburren tanto, ignorantes de ese aburrimiento que se extiende invisible desde ambos amigos como una radiación; no comprenden por qué todo aquello que hacen o que consideren ahora les parece, de pronto, carente del más mínimo interés. 

Allí, frente a su fastidioso amigo, pero también rodeado de todos esos desconocidos, él es consciente de lo que está sucediendo. Si hubiese venido sin su compañía, ya sería por sí mismo un foco suficiente de transmisión y de contagio del más puro aburrimiento. Le gusta estar acompañado, ahora, por su amigo. Le ayuda en esta autoafirmación agresiva y de venganza contra los otros, tan entretenidos y divertidos los unos con los otros. Comprende que hay en su abulia una esencia de tozudez y de resistencia. La noche avanza y él se aferra a toda esa lentitud como quien apuesta por una estrategia para alcanzar la victoria. Bueno, por fin su amigo parece darse por vencido o, simplemente, va a posponer el ejercicio de su generosa indiferencia, la indolencia de su triunfo constante: aduce que al día siguiente debe madrugar. 

Él le dice que va a tomarse otra cerveza. Se despide de su amigo. Le dice: ya te llamaré un día de estos. Miente, va a tardar bastante en llamarle. No lo necesita. 

Se queda solo. Se pide otra cerveza. La noche empieza para él, aunque solo vaya a tomarse esa cerveza antes de regresar a casa él también.

No se da prisa en bebérsela, pero tampoco se demora. Bebe con la seguridad de quien se acaba de dar cuenta de que es un triunfador. 

Cuando termina su cerveza, paga y mira a uno y otro lado mientras se dirige a la puerta. 

En esa atmósfera cargada de aburrimiento y depresión, de gente que solo desea suicidarse, él siente que ha ganado. Piensa en todos esos parroquianos con fastidio, pero también con cierto afecto. Tanto, que se despide de todos ellos antes de salir.

domingo, 14 de octubre de 2012

Traducción corregida




“Traducción corregida”, “traducción revisada”, “la traducción definitiva”: son rótulos que uno encuentra en libros que se reeditan, libros que conviven con nosotros desde hace tiempo. Muchos de ellos ya merecieron su calificación de clásicos, y por eso resulta especialmente feliz que lleguen hasta nosotros mediante una versión fiel, finalmente fiel: un final feliz, por tanto. Tanto para esos libros como para nuestra relación con ellos. Pero, ¿qué impedirá que sigan apareciendo traducciones aún  más corregidas dentro de unos años, traducciones renovadamente definitivas? Es un proceso, imagino, sin fin, y está bien que así sea. Porque si esos libros merecen realmente la pena, ganarán nuevas lecturas prolongadas en el tiempo. El futuro franqueará sus puertas para ellos. El hecho de que devengan clásicos no significa más que su lectura se ha convertido en un proceso ininterrumpido.

Pienso en los libros de nuestros contemporáneos que se traducen por primera vez: todos nos abalanzamos sobre ellos en versiones que, tarde o temprano, deberán renovarse, revisarse, corregirse, hacerse definitivas. ¿Qué hay de revisable en ellas, cuánto de erróneo? ¿Hasta dónde abarca el malentendido, dentro de esas pequeñas cosmogonías subjetivas, sino hasta nuestra propia visión del mundo, con nosotros mismos incluidos dentro? Pues dicha visión de nosotros mismos y de los demás la construimos a través de una experiencia del mundo en la que se incluye nuestra experiencia lectora.

Son lecturas, por tanto, insuficientes, pienso y, acto seguido, siento durante un momento una infundada alarma. Comprendo que hay un espacio inevitable de malentendidos, de comprensión insuficiente abierto entre los libros y nosotros. Pero también es una alarma necesaria, uno de tantos índices con los que contamos para comprender que habitamos un presente siempre precario y erróneo, por corregir mientras seguimos construyéndolo.


(Ilustración de Shintaro Kago).
 

viernes, 12 de octubre de 2012

La verdad sobre los gafapastas




Ha llegado el momento de revelar uno de los secretos más celosamente guardados de nuestro tiempo: lo que hoy se denomina gafapastas o modernos fueron, otrora, importantes líderes de opinión y rebeldía que alimentaron todas las revoluciones en Occidente; depusieron grupos de poder, marcaron la evolución de las sociedades con su arbitrio y cambiaron, una y otra vez, la faz de la Tierra. ¿Cómo se vieron recluidos a esos márgenes por los que hoy se les conoce?

Periodistas culturales, es decir críticos de cine, de arte, de literatura, de tebeos (¡de tebeos!) son la punta del iceberg de una conspiración mundial, así como sus últimos ejecutores. Tras situar sus prédicas en el exclusivísimo punto de mira de la antigua clase revolucionaria, las fuerzas ocultas que rigen el universo humano imponen, para las reseñas que devoran aquellos que se sienten  la inteligencia del mundo, el encumbramiento de obras inanes y adormecedoras. Las verdaderas obras maestras, devoradas por la sensata espontaneidad del vulgo, quedan así vedadas a cualquier conato de injerencia por parte de los sedicentes. Es también una broma cósmica: los que alardean del buen gusto, del único buen gusto posible, no disfrutarán jamás de los mejores bocados, que desprecian amparados por aquellos que ellos creen los guardianes de su criterio, sus sacerdotes y aliados.