He estado contemplándome en el espejo un largo rato, estudiando mi rostro como si hubiese olvidado durante mucho tiempo sus rasgos y sus formas, su expresión, su pura materialidad inane. He pasado así bastante rato, como digo: sólo he dejado de hacerlo cuando, ya sabido de nuevo, aprehendido para otra larga temporada, mi rostro se desvanecía frente a mí.
Justo entonces he escuchado cómo giraba la llave de la puerta de la calle y me he deslizado con prisa sobre las escaleras; a tiempo para dejar atrás, debajo, las luces del pasillo, encendidas no por mí: mis huéspedes volvían y yo subía a mi lugar en el desván, a mi retiro fantasmal aquí, en esta casa lleno de espejos, espejos que escruto en soledad; en esta casa habitada por rostros ajenos que nunca me he atrevido a enfrentar.
Siempre fui un espíritu bastante tímido. Quizás por eso dejo que sea a ellos, a los vivos, a quienes vigile ese rostro que yo olvido despacio, con paciencia y, quizás, con miedo, en mi escondite.