-Disculpe pero, siendo franco, he de decirle que... no, no me interesa... -respondí, y justo entonces sentí otra vez ese dolor de cabeza, regresando. Agaché la cabeza, sosteniéndola con una mano, pero seguí diciendo:- Por otra parte, señor, no es una dedicación muy diferente de la suya...
Para mi pasmo, el funcionario puso de repente, con dificultosa rapidez, una pierna sobre su mesa. Movía la punta de su zapato, ya fuera de la mesa y casi rozándome, mientras el gesto de su rostro daba fe del esfuerzo que debía hacer, con sus brazos arqueados y en terrible tensión sobre los brazos de la silla, para no resbalar de ella y caer, hecho un guiñapo, definitivamente al suelo. Entonces comprendí que lo que el oficinista había tratado de hacer era darme una patada. Con otra contorsión que recorrió su cuerpo como si de una serpiente se tratase, me lo encontré de pronto, con la misma sorpresiva celeridad, abrazado con los dos brazos a su mesa y con su cabeza, casi rozándome, apuntando hacia el suelo.
Moviéndola hacia delante y hacia atrás. Cabeceando.
Hui de allí. Con todos mis documentos y visados aún sin registrar pero, cierto es, con las ideas más claras acerca de la manera en que debía conducirme, desde allí.
Y vine hasta aquí. Porque, tarde o temprano, debía venir a contarlo.