miércoles, 25 de enero de 2017
Las lágrimas de Trump
Donald Trump está solo ahora, en
su despacho oval. Donald Trump está solo, solo y llorando. ¿Por qué llora
Donald Trump, por qué llora el hombre más poderoso de la Tierra? Hace dos años
que empezó a gobernar el país más próspero y poderoso de la Tierra. Tras dos
años de mandato, todo va según lo planeado. O bueno, casi. Han pasado… algunas
cosas. Los Ángeles y la península de California ya no existen, esos malditos chinos se las cargaron con sus bombas atómicas. Pero también han dejado de existir todos esos
malditos chinos, recuerda Donald Trump mientras echa una mirada cariñosa y
melancólica a su maletín nuclear. Tampoco existe la península de Florida, la
bombardearon los rusos. Y Nueva York fue bombardeada por yihadistas. Nueva York
era bonita, sobre todo por la Torre Trump, pero por otra parte allí solo había
judíos e hispanos, portorriqueños sobre todo, jodidos portorriqueños. En
Florida solo había cubanos, con toda esa pereza cubana, su maldita música
cubana y sus bailes cubanos y vulgares. Y California tampoco estaba mal, pero
había demasiados hippies, demasiados comunistas, colgados y porreros,
antiamericanos de todo pelaje, además de las perniciosas gentes del
espectáculo: que se jodan todos.
Tampoco hay
rusos ya, ni yihadistas. De hecho, ya no hay árabes. No quedan ya europeos, que
a estas alturas eran casi lo mismo que los árabes. La Tierra es un inmenso
erial, en buena parte, pero en el planeta que queda todavía vuelven a imperar,
ahora y para siempre, los Estados Unidos de América. La nación más poderosa de
la Tierra, ahora y siempre.
La Tierra, sí,
es un erial. Y Trump se alzó sobre todas esas ruinas, sobre ese bravo y nuevo
mundo. Y miró en derredor, y vio que era bueno.
Así
que no, Trump no llora por todo eso. ¿Por qué llora entonces Trump? ¿Por qué
llora entonces el hombre más poderoso de la Tierra? Donald Trump llora por el
alma americana. Trump llora por los americanos. Tras dos años de presidencia,
Trump ha entendido el carácter sagrado de su mandato, la santidad de su misión.
Y Trump llora porque con sus lágrimas lloran todos los americanos sufrientes y
buenos. Trump llora porque queda aún dolor y sufrimiento en el alma de
Norteamérica. Trump ha aprendido a leer el libro del sufrimiento, y por eso
llora.
Trump no había
llorado hasta ahora, llorar es cosas de hombres débiles, los hombres fuertes no
lloran jamás y él siempre ha sido un hombre fuerte, ¿cómo si no habría llegado a
ser presidente de la nación más importante del planeta? Pero una vez allí supo
de repente de todo ese sufrimiento. Trump ha aprendido a leer del gran e
inagotable libro del sufrimiento. Trump llora porque acaba de leer la novela Las uvas de la ira, de John Steinbeck. ¿Por
qué sus analistas, chupaculos y hombres de confianza no le avisaron nunca de
que en esa actividad tediosa, absurda, antieconómica de la lectura se escondía
tanta sabiduría y tanta emocionante comprensión? ¿Por qué sus consejeros no le
avisaron de que en todas esas novelas escritas por malditos comunistas y
antipatriotas se escondían tanta verdad sobre el alma humana, sobre el alma
americana y sobre el sufrimiento de los hombres, que al fin y al cabo son sus
súbditos y a ellos se debe?
Trump llora
tras leer el Aullido de Ginsberg y El almuerzo desnudo de Burroughs. Libros
de maricones, libros de drogadictos. Trump también llora tras leer a Edgar
Allan Poe y a Walt Whitman, otro borracho y otro maricón, ambos anudados a las
mismas raíces de esta gran nación. Trump llora tras leer el Moby Dick, biblia del alma americana. ¡Maldito
inmigrante, ese Herman Melville loco, mil veces loco y mil veces sagrado!
Llevábamos
toda esa podredumbre en las raíces, y era bueno. Se dice Donald Trump.
Porque esa
debilidad es la que nos hace humanos, continúa: seres humanos complejos y santos,
unidos a la materia más débil y corrupta, más eterna y sagrada.
Trump llora
porque acaba de ver La jauría humana
y Apocalipsis Now!, ambas con Marlon
Brando. ¿Por qué nadie le avisó de que en todas esas películas uno podía hallar
toda esa comprensión y esa denuncia de las raíces de la guerra, de los motores
de la violencia? Si no hubiese mandado fusilar a todos aquellos artistas que
sobrevivieron a las bombas en Los Ángeles y Nueva York, ahora haría llamar a
todos esos escritores y cineastas para invitarlos a cocaína y prostitutas y
abrazarlos, abrazarlos llorando.
Sí, Trump
llora. Llora porque comprende que ya solo le queda restañar el sufrimiento en
el alma de todo americano. Y restañar ese sufrimiento es restañar su propio
sufrimiento. Y restañar su propio sufrimiento es restañar el sufrimiento de
toda la especie humana.
En ese
sufrimiento estamos solos. Y él, como el hombre más poderoso de la Historia,
está llamado a hacer que el hombre no esté ya solo nunca más.
Añora a Putin,
eso sí. Vladimir, viejo amigo. No se avino a razones y tuvo que morir. Trump lo
imagina, puede verlo desnudo de cintura para arriba, con todos sus músculos
tensos. Ya dispuesto a morir, a hacerlo sin miedo alguno. Trump siente una
intensa turbación homoerótica cuando lo imagina subiéndose a la mesa de su gran
despacho presidencial y arrancándose la camisa para liberar sus músculos firmes
y tornasolados, curtidos por el sol frío e inhumano de Moscú, y enfrentándose
así a la bomba nuclear que estalla suspendida sobre Moscú; enfrentado de tal
manera, semidesnudo y honesto, al hongo nuclear. Como si el hongo nuclear fuese
uno de esos gigantescos osos a los que se enfrentó tantas veces, en el pasado,
cuando iba de cacería: dispuesto a despedazarlo con sus propias manos.
Murió como era
él: noble, altivo, orgulloso. Un hombre de verdad. Y murió con los suyos, hundiéndose
con ellos como buen capitán de ese barco sufriente y enloquecido, ese gran
barco iluminado y ebrio; una nación llena de zares espectrales como príncipes
de cuentos de hadas, de barbados campesinos hambrientos y almas muertas, de barbados
santones anarquistas y comunistas, de barbados escritores locos y, al fin,
barbilampiños mafiosos y multimillonarios como viejos y vulgares, rijosos y
trágicos dioses griegos.
Vladimir, oh,
Vladimir. Un amigo de verdad en un mundo de hienas.
El hombre más poderoso de la Tierra está
llorando porque se siente solo, porque el poder conlleva soledad y el poder
absoluto conlleva la soledad más absoluta. Claro que está Melania, pero Melania
está ahora en su habitación llorando. Llora también Melania ahora, desconsolada.
Hace dos horas, regresó de otra de esas fiestas de gente rica y poderosa. Y
regresó llorando. “Me desprecian, Donald”, le dijo a su marido. “Lo ocultan por
miedo, pero me desprecian. A escondidas, se ríen de mi vulgaridad. Se mofan,
sí, lo sé, de mi ignorancia. De mi vulgaridad y mi ignorancia que es, no lo
olvides, nuestra vulgaridad, nuestra ignorancia”.
“Citan todos
esos libros, su cultura de mierda; se intercambian todos esos conocimientos
sobre historia y geografía, hacen chistes ingeniosos sobre filosofía y arte, y
cuando lo hacen me miran de reojo. Con miedo, sí, pero también con burla y con
desprecio. Se ríen de mis vestidos ostentosos, se ríen del oro que llevo por
todo el cuerpo, el oro con que está forradas nuestras paredes, del oro de
nuestras cortinas, del oro de los pomos de nuestras puertas”.
“Del oro de
los grifos, del oro de nuestras cañerías. Como si el oro no santificase la
mierda sagrada que defecamos a diario, oh, Donald. Donald. Se ríen del brillo
de nuestros diamantes, como si no fuese el brillo de nuestra almas, oh, amor
mío; como si el alma no fuese la verdadera mierda que defecamos una y otra vez,
como surtidores magnánimos de alma y mierda, desde nuestras altas Torres
diseminadas por el mundo: la más alta espiritualidad; síntesis, juicio y
santidad, verdadera materia santa, esencia, esencia vertida en el cáliz de
nuestras cañerías de oro santas, santas; como si esa mierda no representase la verdadera
pureza que albergamos en nuestro interior”.
Todo eso ha
dicho Melania, antes de irse al dormitorio de ambos para llorar sobre la cama.
Melania se derrumba sobre la cama y llora sobre sus sábanas de seda china
fabricada en Connecticut por verdaderos americanos, americanos genuinos, a
cuatro dólares la hora. Melania llora sobre sus sábanas bordadas con hilos de
oro y de diamante, Melania llora lágrimas de oro y de diamante y con ellas
lloran todas las mujeres que aún no son prostitutas y las que ya lo son, las
que lo fueron desde siempre; lágrimas, ríos de lágrimas igual que una larga,
muy larga menstruación de oro y de sangre; una menstruación diamantina tan
larga y duradera como la larga y duradera historia de violencia y de opresión
contra la mujer, una menstruación tan dura e indestructible ya como el mismo
diamante.
Sí, Melania
llora sin saber que es ya indestructible.
Pobre, pobre
Melania, piensa Donald Trump. Pero ella pronto comprenderá. Como yo, leerá y
comprenderá. Piensa Donald Trump. Sabrá que todo esto no era un juego, que esto
era mucho más que el último capricho del hombre más rico de la Tierra, antes de
abandonar la Tierra, el mundo de los vivos: ser el hombre vivo más poderoso de
la Tierra. Y ahora he comprendido la verdad, piensa llorando. Trump sigue llorando
y sus lágrimas son las lágrimas santas de toda comprensión. Trump
ha comprendido que ha venido hasta aquí para hacerlo, y lo va a hacer. ¿Acaso
no ha hecho siempre todo aquello que se ha propuesto?
Aún no sabe cómo
hacerlo. Pero vaya que sí lo hará.
Él va a terminar
con el sufrimiento del alma humana para siempre.
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