Donde los pájaros dan cuenta del festín mañanero
mientras simulan no prestarte su atención,
allí y entonces, sin fingir
la distracción que me asiste casi siempre,
yo te estuve esperando.
Confundido con todas esas chicas
que marchan con sus cirios de benzodiacepina
de procesión al monte. Distraído
y algo confuso, mas no ajeno
al canto que percute más allá
de los postes eléctricos
y de los abedules del paseo
del centro médico,
yo te estuve esperando.
No vuelvas a arrojarme, por favor,
escaleras abajo.
Una inmensa llanura, diminuta
como una nota a pie de página
de un texto que te explica, igual que explica
a todo lo demás, si estás conforme
con todo lo demás
–también si no lo estás-:
allí te espero.
Y dije: hágase notar la luz,
y vaya
si lo hizo, anoté
al margen
de mi pequeña creación.
Miro a esas chicas:
no saben del milagro que les golpea el pecho
y las mantiene despiertas: no saben que no fingen
si reconocen a sus cómplices
entre aquellos que ahora sacan
sus móviles y escuchan a Coldplay.
“En el jardín del tiempo
alguna flor soñaba
hacerse jardinero”,
cantaba el brezo antes de arder,
de charla con los pájaros.
Tú lógica aplastante es aplastante,
aplastante, repite el pájaro, y
por eso criminal.
Quiero decir, no queda tiempo
si cada cual construye sus propias escaleras:
ascender, descender, salir del laberinto
tan sólo cuando olvidas
que morirás en él,
de cualquier forma.
Mi gato es una rosa
y canta como un pájaro.
Gato, haz lo que quieras.
Ahora que aspiro al podio
tomo el sendero tortuoso
de las rampas.
Aspiro a las alturas como el gato
habita los tejados, e instala en la intemperie
su esperar para nada, somnoliento;
ese acechar la presa de las siestas
también en los armarios, radiadores:
porque esconderse en un rincón
también es elevarse.
Silencio, el dios egipcio duerme.
Recuerdo aquella vez que me contaste
que de niña jugabas a enseñar a leer
a tu gatito; es un milagro, sí, y
también irrepetible, así que, chica,
yo no te lo aconsejaría.
A ti también te gusta la ópera finesa,
la ópera del fin, y sin embargo
he renunciado a ti, debo decírtelo,
porque vives tan solo de tus fiestas
y a mí me dejas solo, siempre cumpliendo años,
con mi cara de tonto y un montón
de velas encendidas
de nembutal y de colirio.
Soplabas de las velas hacia el centro de ti
y, por decirlo de algún modo,
las noches que sudaste a semejanza
de quienes sedarías, y también
el horror de sentir que mi sentido del humor
ya no podría compartirlo contigo ni con nadie
al fin nos quedarían prescritos, porque ¿sabes?,
todas las tartas eran tuyas,
con toda tu energía;
con el limón hacías
confetti para pájaros
y otros animales.
Atención, pregunta:
Animal fabuloso de veintisiete letras.
Querida niña: en China
también hay unicornios.
Bandadas de estorninos encontraron la llave
y han venido a cenar. Se comportan a ratos
y su formalidad, cuando se manifiesta,
es un asunto digno de ser visto
por los que tienen tiempo para hacerlo.
Nosotros no. Segundas partes quedan anunciadas
en las enormes carteleras del cielo de septiembre,
y aún queda mañana por delante.
Porque eres tú quien proporciona el ozozuz
a los furiosos unicornios,
procura hacerte luego,
ya que estás por el campo y vas a volver tarde,
con algo amargo que ofrecerles.
De noche,
en rizomática aspersión, las princesitas
también pierden su tiempo, como tú,
bailando con sus giros en la hierba
de ese jardín que no nos pertenece
ni nos importa, vamos.
Pero procura comportarte, si volvemos.
Señoritas que giran merced a su engranaje,
de fiesta muy mecánica y coral
al pie de las piscinas, también cuando atardece,
aunque se pararán muy pronto.
Aún el gato duerme, con la tarde
no decidida para uno u otro bando:
los enanitos de jardín se baten con las ninfas
por el agua, en su reino imaginario.
Pero yo tengo obligaciones y despierto:
pertenezco a otro mundo,
debo poner mi casa en orden para ti.
La casa del deseo, graznó el poeta pájaro,
el pájaro cantante, el pájaro más pájaro,
desde un balcón cerrado.
La bandeja se cae y con ella el desayuno.
Ven, porque sé ya cómo huir de tanto estrépito.