Llegamos a un lago.
jueves, 19 de febrero de 2009
Aventuras asombrosas (2): cómo viajar hasta allí
Ella conducía y yo me encargaba del paisaje. Ella sujetaba el volante y yo dejaba pasar el resto. Me concentraba en desasirnos de todo aquello que nos rodeaba, para facilitar así nuestro tránsito. Solo si conseguíamos que el espacio no importase lo salvábamos, pues solo así alcanzábamos la línea recta, y por tanto el movimiento; la determinación para hacerlo nuestro, y hacerlo realidad.
Concentrado de esta forma, ella podía encargarse por su parte, distraída, de las curvas. Movimiento y línea recta: una vez alcanzados, podíamos pasar de uno a otro lado.
Sentido, dirección: bien, más bien nos alternábamos en esto. También debía distraerme, y ayudarla en los giros.
Los cedros, los ventalles. Montañas, cordilleras. Autovías eternas, pequeñas carreteras. Aldeas. Pueblos.
Apenas había ríos y yo, en mi esforzada distracción, creí que circulábamos por Marte. Veía Marte a nuestro alcance. El sur en todo caso: Murcia, Almería. Cordilleras y páramos. La maleza, el ventalle. Cactus autóctonos. Pero cayó la lluvia y vino el mar: es su anticipo. ¿Nadamos aquí dentro? No, no todavía. Cesó la lluvia y la vegetación era abundante. Cambiamos de planeta, o logramos que el mismo fructificase.
El color del aire cambió junto al del cielo. No vimos ríos pero debíamos estar cerca.
No le conté mi sueño. Mi deambular por una ciudad vacía. Volví a la distracción, a concentrarme.
Llegamos a un lago.
Llegamos a un lago.
Inmenso, media hora bajo un inesperado tendido eléctrico apagado; y el lago aún quedaba a nuestra izquierda. Siempre acabábamos volviendo a la realidad. Volvía yo, la perseguía. Y ella sostenía el volante.
Porque la amé la perseguía; la imaginaba, la inventé. Viajábamos despacio. Los cedros, los ventalles; carreteras eternas, también hacia la costa. Aceleraba a mi lado, siempre delante; esquiva: punto de fuga para salvarme del sumidero de mi alma; también mientras soñaba, y salvarme de los sueños no elegidos.
Quiero decir que terminaba nuestro viaje: una casa junto a un hangar en medio de la nada, junto al lago. Y en el hangar los robots gigantes, dormidos; soñando, soñándonos acaso.
Sus luces flotaban en nuestro cuadro de mandos, preparados para despertar con nosotros; y un mensaje de bienvenida se dibujó en el cuadrante inferior:
BIENVENIDOS AL PROYECTO RESURRECCIÓN
(Próximo capítulo: "El sueño de los robots")
martes, 17 de febrero de 2009
Aventuras asombrosas (1): proemio
En algún momento de la tarde, las bombas se abatieron sobre la ciudad. Y todos sus habitantes se pudren ahora despacio, dispuestos a que yo herede todos estos espacios intactos; una ciudad vacía.
Todo un lujo que no acababa de asimilar. Paseaba por sus avenidas e interiores con el cuerpo y la cabeza entumecidos por la larga siesta.
Sentía algo ajena la catástrofe, porque hacía mucho tiempo que no veía a mis seres queridos: algún lugar de mi memoria parecía preservarlos de la general destrucción. Después de mucho tiempo había comprendido que seguirían sosteniéndome desde allí, en las habitaciones donde la corrosión del olvido reserva la única salvación posible. Pensé en llamar a algún amigo, a los dos o tres con los que siempre pude contar; pero hacía tanto tiempo que no hablaba con ellos que no merecían ver alterados nuestros rituales, todas esas conversaciones en las que la reserva y el silencio habían devenido, por méritos propios, tanto en argumentos de peso como en formas exactas, las mejores alocuciones. Siquiera con motivo de esta tragedia; siquiera con la improbable posibilidad de éxito de mis llamadas, iba a intentarlas; a pesar del aprecio que siento hacia todo lo improbable: el móvil seguía en mi bolsillo; lo arrojaría a las aguas del río, días más tarde; al pasar por uno de los puentes: uno de tantos que hay aquí, los cruzo una y otra vez. Como cualquier calle. Como los largos corredores de los grandes almacenes donde me abastezco, las oficinas y casas particulares desde cuyas ventanas pruebo a contemplar los límites de mi encierro.
Sobreviven las moles de hormigón y de acero; sobrevive el cristal y la piedra tallada. Las fábricas y centros de gestión; la antigua cárcel, los museos, la catedral: Lo delicado y lo grosero permanecen; solo perece lo intermedio. Entre el horror y el sueño, en sus caminos, la carne acaba sin remedio. Todo debió de suceder muy rápido, sin dolor. Y todo ese dolor ha de esperarme en esta larga espera que me resta. En esta soledad definitiva. Donde tarde o temprano yo mismo renunciaré a hablar conmigo, a hacerlo de manera manifiesta: vendrán nuevos diálogos, silenciosos. Amigos nuevos: los antiguos transformados. Igual, pero de otra forma. Incluso aquí, en el corazón de lo inconcebible. Siempre fue así, ¿por qué habría de cambiar?
Mientras anochece despacio, algunas luces interiores continúan su trabajo; porque alguien las dejó encendidas. Otras se encienden de repente, como hará tarde o temprano el alumbrado de las vías. Inamovibles mecanismos. Como se mueve sin moverse el mecanismo que me hace, tras dormir; engranajes que se mueven para que yo siga, sin moverme, en aquello que yo soy, y sigo siendo todavía en mi nuevo paseo.
Luces, se encienden. Apenas llevo un par de horas en este mundo solo para mí y ya sé que algún día todos esos focos que persisten en su luz, los que ahora se encienden, dejarán de hacerlo. Juego también una vez más, una y otra, y otra vez, con todas las conversaciones que podré tener conmigo, como quien revisa su bolsa antes de entrar en una tienda; calculando sus haberes. Acaricio levemente las primeras ideas que me salen al paso, las más cercanas a mi mano del montón, y que me sirven de muestra para calcular mis posibilidades a la hora de entretener esta espera. Ideas desgastándose, mientras vaya envejeciendo. Envejezco con ellas. Sensaciones, ¿se agudizan, por contra, y su deseo, en alguna parte del proceso? Podré averiguarlo.
No más futuro: queda postergado. Acaso para siempre. Quizás en unos siglos, en milenios, todo vuelva a comenzar. No más conatos de cambio y rebelión. No más soñar con viajes a lejanos planetas, a los confines de los átomos; del tiempo, del prodigio. La vida artificial queda en suspenso con la muerte de la vida real, o acaso es su comienzo verdadero. El sueño de robots que se sueñan reales, abiertos a una nueva libertad: cacharros, cachivaches, que siguen funcionando; para nadie. Los oigo funcionar, también a ellos. A algunos. Sobreviven. Como yo. Funcionan sin nosotros. Algunos.
A veces cojo coches; paseo en libertad a bordo de ellos. A sus mandos. Por este nuevo mundo: es un nuevo viejo mundo, nuevamente. Otra vez; de nuevo.
Era un nuevo mundo, también para mí. Pero siempre lo fue. Un cuerpo que envejece, y qué iba a hacer si no nuestra materia: eso fue siempre caminar hacia un lugar distinto, ignoto y distinto. Temible en ocasiones. Desierto, casi siempre, para algunos. Y también para mí, pensé a menudo; pero me equivocaba. Y es ya tarde para pensar en todo eso. Ahora, para mí, desierto: para siempre. Sonaron unas campanadas: allí también los mecanismos automáticos. Jugar con una idea aproximada, por ejemplo, de alguien superior; que nos vigila. Me vigila.
Cansado de la luz, ansié por un instante deambular por las calles que las sombras dominan, ya a estas horas. Pero la luz era también una sombra, y seguí insistiendo en ella.
Sentía algo ajena la catástrofe, porque hacía mucho tiempo que no veía a mis seres queridos: algún lugar de mi memoria parecía preservarlos de la general destrucción. Después de mucho tiempo había comprendido que seguirían sosteniéndome desde allí, en las habitaciones donde la corrosión del olvido reserva la única salvación posible. Pensé en llamar a algún amigo, a los dos o tres con los que siempre pude contar; pero hacía tanto tiempo que no hablaba con ellos que no merecían ver alterados nuestros rituales, todas esas conversaciones en las que la reserva y el silencio habían devenido, por méritos propios, tanto en argumentos de peso como en formas exactas, las mejores alocuciones. Siquiera con motivo de esta tragedia; siquiera con la improbable posibilidad de éxito de mis llamadas, iba a intentarlas; a pesar del aprecio que siento hacia todo lo improbable: el móvil seguía en mi bolsillo; lo arrojaría a las aguas del río, días más tarde; al pasar por uno de los puentes: uno de tantos que hay aquí, los cruzo una y otra vez. Como cualquier calle. Como los largos corredores de los grandes almacenes donde me abastezco, las oficinas y casas particulares desde cuyas ventanas pruebo a contemplar los límites de mi encierro.
Sobreviven las moles de hormigón y de acero; sobrevive el cristal y la piedra tallada. Las fábricas y centros de gestión; la antigua cárcel, los museos, la catedral: Lo delicado y lo grosero permanecen; solo perece lo intermedio. Entre el horror y el sueño, en sus caminos, la carne acaba sin remedio. Todo debió de suceder muy rápido, sin dolor. Y todo ese dolor ha de esperarme en esta larga espera que me resta. En esta soledad definitiva. Donde tarde o temprano yo mismo renunciaré a hablar conmigo, a hacerlo de manera manifiesta: vendrán nuevos diálogos, silenciosos. Amigos nuevos: los antiguos transformados. Igual, pero de otra forma. Incluso aquí, en el corazón de lo inconcebible. Siempre fue así, ¿por qué habría de cambiar?
Mientras anochece despacio, algunas luces interiores continúan su trabajo; porque alguien las dejó encendidas. Otras se encienden de repente, como hará tarde o temprano el alumbrado de las vías. Inamovibles mecanismos. Como se mueve sin moverse el mecanismo que me hace, tras dormir; engranajes que se mueven para que yo siga, sin moverme, en aquello que yo soy, y sigo siendo todavía en mi nuevo paseo.
Luces, se encienden. Apenas llevo un par de horas en este mundo solo para mí y ya sé que algún día todos esos focos que persisten en su luz, los que ahora se encienden, dejarán de hacerlo. Juego también una vez más, una y otra, y otra vez, con todas las conversaciones que podré tener conmigo, como quien revisa su bolsa antes de entrar en una tienda; calculando sus haberes. Acaricio levemente las primeras ideas que me salen al paso, las más cercanas a mi mano del montón, y que me sirven de muestra para calcular mis posibilidades a la hora de entretener esta espera. Ideas desgastándose, mientras vaya envejeciendo. Envejezco con ellas. Sensaciones, ¿se agudizan, por contra, y su deseo, en alguna parte del proceso? Podré averiguarlo.
No más futuro: queda postergado. Acaso para siempre. Quizás en unos siglos, en milenios, todo vuelva a comenzar. No más conatos de cambio y rebelión. No más soñar con viajes a lejanos planetas, a los confines de los átomos; del tiempo, del prodigio. La vida artificial queda en suspenso con la muerte de la vida real, o acaso es su comienzo verdadero. El sueño de robots que se sueñan reales, abiertos a una nueva libertad: cacharros, cachivaches, que siguen funcionando; para nadie. Los oigo funcionar, también a ellos. A algunos. Sobreviven. Como yo. Funcionan sin nosotros. Algunos.
A veces cojo coches; paseo en libertad a bordo de ellos. A sus mandos. Por este nuevo mundo: es un nuevo viejo mundo, nuevamente. Otra vez; de nuevo.
Era un nuevo mundo, también para mí. Pero siempre lo fue. Un cuerpo que envejece, y qué iba a hacer si no nuestra materia: eso fue siempre caminar hacia un lugar distinto, ignoto y distinto. Temible en ocasiones. Desierto, casi siempre, para algunos. Y también para mí, pensé a menudo; pero me equivocaba. Y es ya tarde para pensar en todo eso. Ahora, para mí, desierto: para siempre. Sonaron unas campanadas: allí también los mecanismos automáticos. Jugar con una idea aproximada, por ejemplo, de alguien superior; que nos vigila. Me vigila.
Cansado de la luz, ansié por un instante deambular por las calles que las sombras dominan, ya a estas horas. Pero la luz era también una sombra, y seguí insistiendo en ella.
martes, 10 de febrero de 2009
El manual de la mente de Paco Alcázar
"Imaginen a Mortadelo y Filemón o a los personajes de 13 Rúe del Percebe alucinando por sobredosis de medicación para la depresión; a los autores del TBO versioneando las pinturas negras de Goya tras caerse en una marmita de anís del Mono mezclado con ácido lisérgico y tratando de darles después la narratividad de un episodio de Con ocho basta".
¿Que de qué hablo? Bueno, pueden leer pinchando aquí todo el texto, reseña del cómic El manual de mi mente de Paco Alcázar, en la revista literaria Deriva. O, directamente, correr a su librería más cercana y hacerse con el libro de Alcázar.
domingo, 8 de febrero de 2009
Una vuelta por Londres
No he viajado demasiado, no tanto como me gustaría, pero siempre que regreso de un viaje pienso, y deseo: no pasará tanto tiempo hasta la próxima vez.
Hace dos semanas volví de Londres. He tardado una semana en reponerme.
No me acostumbro al momento en que el avión acelera segundos antes de remontar el vuelo, ni quiero hacerlo: soy adicto a ese momento. Porque mi chica nunca había viajado en avión mi placer, de forma vicaria, fue así doble. La miraba, porque la amo y suelo hacerlo y porque también, entonces, podía robarle esa primera vez. La virginal asunción del primer rapto. Sé que a ustedes les parecerá una tontería: a mí volar me sigue pareciendo una forma de milagro. He viajado en avión ya varias veces, pero quiero preservar la tontería. Más tonterías: espero que tampoco pase ni prescriba la sensación de extrañeza que me invade cada vez que viajo a un país en el que se habla un idioma diferente. He amado ese idioma a través de sus manifestaciones, de los imaginarios que juega a crear: todo ese nuevo mundo. Quizás por eso me cuesta luego reponerme. Toda esa energía mental, esa aventura.
Hace dos semanas volví de Londres. He tardado una semana en reponerme.
No me acostumbro al momento en que el avión acelera segundos antes de remontar el vuelo, ni quiero hacerlo: soy adicto a ese momento. Porque mi chica nunca había viajado en avión mi placer, de forma vicaria, fue así doble. La miraba, porque la amo y suelo hacerlo y porque también, entonces, podía robarle esa primera vez. La virginal asunción del primer rapto. Sé que a ustedes les parecerá una tontería: a mí volar me sigue pareciendo una forma de milagro. He viajado en avión ya varias veces, pero quiero preservar la tontería. Más tonterías: espero que tampoco pase ni prescriba la sensación de extrañeza que me invade cada vez que viajo a un país en el que se habla un idioma diferente. He amado ese idioma a través de sus manifestaciones, de los imaginarios que juega a crear: todo ese nuevo mundo. Quizás por eso me cuesta luego reponerme. Toda esa energía mental, esa aventura.
No me gusta escribir en este blog como si fuese un diario, porque como se quejaba José Antonio Martínez Muñoz hace poco es muy aburrido enterarte de a qué hora desayuna uno y tal. Me aburren los diarios como me aburren las fotos de viajes, y las que eché en Londres son, supongo, las mismas que echo en cualquier lugar con mi móvil: cosas que me sorprenden, que me resultan curiosas, o pequeñas historias robadas, inventadas y/o superpuestas a la aburrida realidad. La foto que corona este post es una excepción, o porque había vallas poco turísticas; o porque al fin reconocía el Big Beng, tras no reconocerlo por la mañana -demasiado dorada, vi la torre entonces; aunque sí que vi una escena curiosa, justo debajo: una señora con burka sostenía entre los brazos a un bebé mientras su marido se arrodillaba y rezaba en dirección, supongo, a La Meca.
Sensaciones: el motivo de cualquier viaje. Por lo que uno se mueve. Salir de casa para cazarlas. Pero pasear por el centro de Londres me resultó una sensación muy similar a la de pasear, por ejemplo, por Madrid: he estado allí tantas veces que también allí he envejecido. Y sólo esa impresión de que hemos gastado en los sitios, y perdido, cualquier posibilidad, hace nuestros los sitios.
Menuda exageración. También he medio citado a Kavafis, creo. Exagero porque he gastado más tiempo en reponerme del viaje, por ejemplo, que en el viaje mismo. Aunque no cogimos ni un taxi ni un autobús, o el metro. Anduvimos lo nuestro. Es lo primero que hago, al llegar a un sitio nuevo. Patearlo. Explorar sus rincones desde cerca. Mi chica está de acuerdo. Más allá del centro, rincones maravillosamente diferentes. Más tarde, ya en Murcia, repaso el From Hell de Moore para descubrir los lugares mágicos por los que hemos pasado. He releído despacio, sobre todo, el paseo/lección de “Jack” con su cochero. Se me pasó el cementerio de los non-conformist, donde está enterrado William Blake. Para otro viaje, pues.
Menuda exageración. También he medio citado a Kavafis, creo. Exagero porque he gastado más tiempo en reponerme del viaje, por ejemplo, que en el viaje mismo. Aunque no cogimos ni un taxi ni un autobús, o el metro. Anduvimos lo nuestro. Es lo primero que hago, al llegar a un sitio nuevo. Patearlo. Explorar sus rincones desde cerca. Mi chica está de acuerdo. Más allá del centro, rincones maravillosamente diferentes. Más tarde, ya en Murcia, repaso el From Hell de Moore para descubrir los lugares mágicos por los que hemos pasado. He releído despacio, sobre todo, el paseo/lección de “Jack” con su cochero. Se me pasó el cementerio de los non-conformist, donde está enterrado William Blake. Para otro viaje, pues.
Vuelvo al centro una vez más. A través de la página de Forbidden Planet, por ejemplo, tienda que me recomienda mi compañero de trabajo José Ángel Hernansáez al saber de mi pasión por a) los cómics; b) los muñecos de super-héroes. Tienda que me apresuro a visitar al día siguiente de llegar. Cuando mi chica ve mi cara de pasmo en la tienda, me emplaza en la National Gallery. Que se va sin mí, vamos, y ya nos veremos después.
Pero al salir me pierdo. Vago una vez más, ahora solo. Márgenes y centro. Lugares semejantes, pero habitados por gentes que se mueven por otro universo invisible. Diferencias imperceptibles, pero devastadoras: el idioma. Aflorando visible, sí, en carteles y en conversaciones. Visible, nimio. Pero por debajo de la línea de flotación, sostiene un universo incomprensible.
Exagero. Invento, superpongo. Pido una pinta. Reencuentro a mi chica y pido otra pinta. Más tarde, en el hotel, descubro que puedo seguir con soltura el inglés en los tebeos, porque devoro con fruición el tomo de los Fantastic Four de Mark Millar y Bryan Hitch; en el avión sigo con el Amor y cohetes (recopilación de los relatos cortos de Love and Rockets) de los Hernández Bros. Me arrepentiré de no comprarme en Gosh!, frente al British Museum, el I Shall Destroy All The Civilized Planets de Flectcher Hanks , pues el recuerdo de sus viñetas me acompaña hasta ahora mismo. Quizás sea una buena manera de acostumbrarme al inglés, antes de saltar a los novelones, los de Pynchon –mi chica me disuadió de llevarme el último Pynchon, pero ¿por qué no lo traducen ya? Mi chica insiste: que no me lo lleve, que no es el momento. “Te amo, y si no te amo vuelve el caos”, le recito a Shakespeare con la mente, porque sé que suele tener razón -mi chica, y Shakespeare también.
Solo me doy cuenta de esta preocupación preponderante en torno al idioma después del viaje, ahora que redacto estas líneas, como dos semanas después. Pero en el British Museum acabo comprando dos libros y los dos son sobre lenguaje: Un Dictionary of Idioms and their origins (idioms: expresiones cuyas palabras no significan lo que dicen, aclara la contraportada; “gipsy phrases of our language” se cita, de otra cita, en el interior), y A History of Writing, un libro más esperable del museo que expone, entre otras “minucias”, la Piedra de Rosetta. De tres de las postales que me llevé, dos son pinturas con el tema de Babel (la tercera de William Blake).
En el aeropuerto, de vuelta, le enseño a Ana y a Lalo el muñeco de Thor. ¿Lo sacaría Lalo en uno de sus fantásticos cuadros? A la ida se enteró que me gustaban y estuvimos hablando de casas fabricantes de muñecos. Bueno, él se las conocía, yo no. Hasta me atreví a enseñarle dibujos de mis cuadernos, con el tema de los muñecos; porque él también los pinta. Pongo ese "también" en cursivas por razones evidentes: una semana más tarde visito su última exposición en Murcia. Fantástica. Y una semana más tarde, Diego, que asistía en el aeropuerto perplejo -perplejo una vez más: cómo amo a Diego- a nuestra afición por los muñecos, me propone que le presente su Diario de las bestias blancas en la Librería Escarabajal. Quiero decir que una semana después ya he vuelto a lo de siempre: bulimia cultural. Librería Escarabajal: aún recuerdo la aventura que viví allí cuando fui a la presentación de la novela Matar y guardar la ropa de Carlos Salem. Encantadores, tanto Salem como su editor. Y aventuras asombrosas con la anfitriona del evento. Aventuras que tenían que ver con el idioma, por cierto. Con su pronunciación.
Aventuras asombrosas que deberé dejar para otro post, aunque llevo meses difiriéndolo, dejándolo para un cuento. Porque la anécdota, la aventura, merece un cuento; como mínimo. Diferir, diferir. Como este post, que he tardado dos semanas en escribir. En este tiempo he terminado otro relato que empecé hace un año, sobre un dibujante español de tebeos que vive en Londres. He creído que era el momento idóneo para terminarlo, tras volver de mi primera visita a la ciudad. Lo he presentado a un concurso de cuentos, hacía años que no me presentaba a un concurso de cuentos. Si no me llevo ningún premio, habré olvidado el relato y no lo colgaré aquí. Si ganase algo, tendría un poco más de dinero que enseguida gastaría y el relato se publicaría en una edición pequeña, limitada y municipal que en cualquier caso acabaría arrumbada en los sótanos de algún edificio público; y tampoco podría publicarlo aquí, en el blog, porque las bases del certamen especifican que los derechos del relato ganador pasarán a ser propiedad del ayuntamiento de tal; no especifican plazo, para la cesión de esos derechos, así que supongo que es una cesión A PERPETUIDAD. Igual me he presentado. Y qué más da, vaya, he pensado. En cualquier caso, al limbo. El libro, al limbo. Según justicia del tiempo.
Mañana tengo un examen: Corneille. Otro idioma. Aunque decía Wallace Stevens que el inglés y el francés…; quiero decir: de vuelta a la cultura. Tal y como yo la entiendo: creo que voy a pedir algo a Forbidden Planet, antes de acostarme. Si el indefinido “algo” hace justicia a, por ejemplo, los Omnibus del Fourth World de Jack Kirby que no me llevé para no tener que facturar otra maleta en el aeropuerto. Llevo desde que volví de Londres dando vueltas para hacerlo, para no hacerlo. Abro la página, arrastro hasta la cesta de compra el Fourth World, el I Shall Destroy All The Civilized Planets, un buen montón de cosas. Luego cierro la página y la cesta se vacía automáticamente. Le comento mis neuras a mi chica. Ella me dice que ahorre. Y a mí se me ocurre el siguiente razonamiento, que le comunico acto seguido; que le comunico mientras se me ocurre, que solo se me ocurre porque se lo estoy comunicando:
a) ¿Para que me servirá el dinero, mi escaso dinero, cuando muera?
b) Por que no querrás, cariño, que me muera. ¿Verdad?
Ergo debo comprar.
Aún no lo hecho. Deshojo la margarita. Y en los huecos leo a Corneille.
Ergo debo comprar.
Aún no lo hecho. Deshojo la margarita. Y en los huecos leo a Corneille.
Menos mal que mi chica, a estas alturas, se ha vuelto inmune a los impecables razonamientos de su chico.
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