Si lo miro tendría motivos, ofendido, ofendida, para querer dañarme. Miro al mar, a sabiendas de que dejo vía libre al maniquí. El mar va y viene, sigue gimiendo, ¿pero qué es lo que desea, qué espera conseguir con ello?
jueves, 31 de julio de 2008
Variations sur le mannequin
Al fin lo he conseguido: estoy solo y el mar lame los deseos por venir. De aquí en adelante parecerá fácil imitarlo: agitarse despacio, en una dirección y después en la contraria; una y otra vez, incesante. Parece decir algo pero no lo entiendo: mejor así, me gusta su rumor sin significado. Enciendo un cigarrillo, debiera dejarlo. Lo dejo, fumo, lo dejo: en los intervalos aspiro el humo, luego lo expulso. Movimiento perpetuo, fácil al fin: a mi alcance.
Un maniquí viene hasta aquí. No estoy loco: está quieto, ahí cerca. Ha venido hasta aquí antes, lo habrá hecho caminando; pero ya está quieto, menos mal: no estoy loco. Mira al mar, yo vuelvo a hacerlo; enciendo otro cigarrillo. Procuro no moverme demasiado.
Pero me muevo, muy poco: lo miro de reojo. Por si se mueve. No lo hace y me concentro en el mar. Mas ya no puedo, aunque lo desee; concentrarme en él. Temo que mi inerte acompañante se mueva. Si lo miro no lo hará. Pero ya no tengo motivos para mirar al mar, o ya no me tranquiliza su eterno monólogo: he perdido su falta de significado, ya no sé cómo llegar a ese centro vacío. ¿Estoy solo, no estoy solo? Si no lo miro se acabará moviendo y ya lo no estaré. Tendré miedo, porque los maniquíes no se mueven: yo estaría loco y él o ella -más bien ella- sería un maniquí siniestro, trágico, funesto.
Si lo miro tendría motivos, ofendido, ofendida, para querer dañarme. Miro al mar, a sabiendas de que dejo vía libre al maniquí. El mar va y viene, sigue gimiendo, ¿pero qué es lo que desea, qué espera conseguir con ello?
Ojalá me ayudase, pero no lo hace. Estoy atrapado, una vez más. Enciendo un nuevo cigarrillo.
viernes, 18 de julio de 2008
Aventuras fantásticas en los transportes públicos
Subí a un autobús porque debía ir a las afueras, abandonando el centro para vivir así nuevas y fantásticas aventuras.
La conductora era nueva además de rubia y joven, era su primer servicio aunque de eso me enteré, nos enteramos sus viajeros, un poco después; enseguida. Estupenda y nueva conductora, condúzcanos a través de las paradas reglamentarias, de una en una, hacia la perifera; y ahí empezaron los problemas, en las paradas, porque no recuerdo si fue la tercera o la cuarta, pero ante las protestas de quienes debían hacer uso de ella nuestra conductora la pasó de largo.
Se excusó entre risas nerviosas. “Disculpen”, dijo, “soy nueva y aún no tengo claras las paradas. Pararé en ese semáforo”.
Lo hizo, pararse; bajaron. Seguimos nuestro camino. Pero la historia se repitió. Excusas cada vez menos ostensibles y risas cada vez más nerviosas, por su parte; las protestas también, también a más, nerviosas pero en firme. Paramos, bajamos, seguimos. Entré en alerta, porque vi que era lo que hacía todo el mundo: ¿en qué parada debía bajar yo? Después miraba a través de las ventanillas, trataba de reconocer las paradas antes de llegar a ellas; en realidad creo que me preocupaba más el resto del paisaje: mi mente no hacía paradas, como acostumbraba: avenidas y rotondas, iglesias y hoteles, casas casi en ruinas, gimnasios y ferreterías, chinos; callejas con tipos exoftálmicos detenidos en ellas, guardando acaso su secreto; mercadillos en las esquinas más improbables, atestados de compradores que imponen un tráfico lento para las hileras de coches que tratan de atravesar la zona por carriles provisionales. Pasado un tiempo también miré dentro, al resto de viajeros, y comprobé que a esas alturas todos lo que debían bajar ya habían bajado; donde debían o donde buenamente pudieron, también los que quisieron; de cualquier forma, todos ellos bajaron. Sólo quedábamos los dudosos, incluida la conductora: dudaba, se excusaba, reía. Yo la miraba de reojo, creo que el resto del pasaje también.
Las paradas se sucedían de forma más y más espaciada, en nuestro viaje. ¿A dónde vamos ahora, conductora? ¿Llegaremos al fin a la periferia y regresaremos después, alguna vez, al centro? Ella sujetaba su volante, por toda y consecuente respuesta a una pregunta no verbalizada. Miraba a uno y otro lado de la calzada, precavida; sobre todo en los cruces: con eso nos bastaba, porque quizás a esas alturas ya no parásemos nunca.
La conductora era nueva además de rubia y joven, era su primer servicio aunque de eso me enteré, nos enteramos sus viajeros, un poco después; enseguida. Estupenda y nueva conductora, condúzcanos a través de las paradas reglamentarias, de una en una, hacia la perifera; y ahí empezaron los problemas, en las paradas, porque no recuerdo si fue la tercera o la cuarta, pero ante las protestas de quienes debían hacer uso de ella nuestra conductora la pasó de largo.
Se excusó entre risas nerviosas. “Disculpen”, dijo, “soy nueva y aún no tengo claras las paradas. Pararé en ese semáforo”.
Lo hizo, pararse; bajaron. Seguimos nuestro camino. Pero la historia se repitió. Excusas cada vez menos ostensibles y risas cada vez más nerviosas, por su parte; las protestas también, también a más, nerviosas pero en firme. Paramos, bajamos, seguimos. Entré en alerta, porque vi que era lo que hacía todo el mundo: ¿en qué parada debía bajar yo? Después miraba a través de las ventanillas, trataba de reconocer las paradas antes de llegar a ellas; en realidad creo que me preocupaba más el resto del paisaje: mi mente no hacía paradas, como acostumbraba: avenidas y rotondas, iglesias y hoteles, casas casi en ruinas, gimnasios y ferreterías, chinos; callejas con tipos exoftálmicos detenidos en ellas, guardando acaso su secreto; mercadillos en las esquinas más improbables, atestados de compradores que imponen un tráfico lento para las hileras de coches que tratan de atravesar la zona por carriles provisionales. Pasado un tiempo también miré dentro, al resto de viajeros, y comprobé que a esas alturas todos lo que debían bajar ya habían bajado; donde debían o donde buenamente pudieron, también los que quisieron; de cualquier forma, todos ellos bajaron. Sólo quedábamos los dudosos, incluida la conductora: dudaba, se excusaba, reía. Yo la miraba de reojo, creo que el resto del pasaje también.
Las paradas se sucedían de forma más y más espaciada, en nuestro viaje. ¿A dónde vamos ahora, conductora? ¿Llegaremos al fin a la periferia y regresaremos después, alguna vez, al centro? Ella sujetaba su volante, por toda y consecuente respuesta a una pregunta no verbalizada. Miraba a uno y otro lado de la calzada, precavida; sobre todo en los cruces: con eso nos bastaba, porque quizás a esas alturas ya no parásemos nunca.
jueves, 17 de julio de 2008
Aventuras asombrosas
Me dormí en los aledaños de la pendiente que daba comienzo a la montaña y soñé que coronaba su cima. Al despertar sentí una felicidad que me duró hasta comprender que no puedes culminar una ascensión sin ascender. Caído en la cuenta empecé a subir, mas la ilusion me faltaba: ya estuve allí hacia donde iba.
Tuve que dejar otra vez la cumbre a mis espaldas, regresar sin su secreto.
viernes, 11 de julio de 2008
lunes, 7 de julio de 2008
Aventuras asombrosas
Todo lo lejos que podía, me alejaba. Era una cuestión de vida o muerte, y porque yo vivía todavía prefería no morir: era así de sencillo, vital como un juego mortal, mortal de necesidad. No era una necesidad abandonarme a esa frívola justicia, tampoco era justo: yo ansiaba otra clase de frivolidades.
Lo despistaba con una habilidad fuera de duda que ensayaba tanto como ejercía: cuando aún había cines, en las sesiones de noche, yo me ocultaba mimetizándome con los héroes del cine negro, con los galanes del cine romántico, en los galones de los actores borrachos; después, borracho y en los salones de juego, yo era mi propia apuesta: perdía siempre, por eso mis maneras a las mesas eran las de un perpetuo ganador. Cuando decían mi nombre por megafonía porque él preguntaba en recepción por mí, yo ya me había ido. A otros lugares, con otros nombres.
A veces, en playas o en casinos, en cruceros o desiertos, en climas tropicales, en paisajes helados, yo debía preguntar por el nombre del lugar. También, a veces, por mi nombre. No por el alcohol, el alcohol llegaba siempre: con todos sus nombres, dispuesto a saciar mis dudas. Han pasado los años y sigo huyendo. Tuve hijos, creo que también huyen. Quizás me busca un hijo, quizás mi propio padre. No sé si mi padre murió alguna vez, lo digo porque una vez, en un espejo, creí reconocer un cadáver y no supe si era yo mismo o el fantasma de mi padre. También hace años de eso. Huyo de los espejos, no sé si de mí mismo como mis hijos de su padre. Alquilo coches, tomo aviones; como antes fletaba barcos en la madrugada con la despreocupación furiosamente divertida de mi juventud, hoy paseo por las mañanas con ancianos aburridos, ancianos como yo, desesperadamente aburridos como yo. A estas alturas creo que puedo asegurar el fracaso de mi escapada. Un fracaso sancionado por mi felicidad, por mi aburrida felicidad. Todo fugitivo ansía en secreto el momento de su captura como las viejas vírgenes de los pueblos su noche de bodas, una noche, cualquier noche. Tarde o temprano, mi huida será todo un fracaso. Un éxito, sí.
Será un éxito porque tarde o temprano seré yo quien tenga que venir a preguntar por mí. Y yo diré: me has encontrado. Y me diré: estoy aquí, pero no sé por cuánto tiempo.
Polvo, tierra, sombra, humo. Cógeme, si puedes.
sábado, 5 de julio de 2008
Aventuras asombrosas
El futuro ya está aquí. Bueno, las rebajas.
Miré los escaparates de reojo, largo tiempo: en realidad, pasaba sin detenerme, pero pasaba una y otra vez. Necesitaba ropa, llevaba meses sin salir; al mirar de reojo y de continuo a todos aquellos flamantes individuos a los que no les costaba atestar las calles a pesar del calor sospeché que la que acumulaba en casa ya no serviría para nada más allá de caracterizar a quien la llevase, a mí, de mendicante anacronismo. Necesitaba ropa, sí, y miraba al pasar, con mi prisa por parecer con prisa a lo largo de mis trayectos que sólo me llevaban a esconder que no tenía ningún sitio donde ir, fuera de ir a aparentar que iba a alguna parte; miraba esos escaparates que en realidad no exhibían ropa alguna sino unos gigantescos carteles de blanco sobre rojo donde se podía leer, en caracteres enormes, que “50%”. Detrás, la perfecta opacidad del misterio; misterio invitatorio porque anunciado en la metonimia de su valor favorable.
Meses sin ver a nadie, apenas sin salir. ¿Qué fascinante novedad en prendas podía esconderse ahí detrás? Por lo que una tarde entré: camisas, pantalones y tal, nada nuevo, pero la gente. Ya en serio: había mucha gente, demasiada, y un alto porcentaje ostentaba las nuevas formas que afloran en verano, peor en las playas, aquí no hay aún, mejor así. Detesto el calor extremo, mi cuerpo sufre y el sufrimiento no me gusta, mi mente se licua, una mente líquida es beneficiosa en buena parte pero también, en otra no menos importante, debo considerar la conservación de partes sólidas en ella, y tierras emergidas, siquiera islotes; pequeñas, suficientes. Dicho todo eso, el calor no es excusa, no puedo permitirme el perder las formas, ¿por qué ellos sí? Es una exageración, quizá. ¿Me hicieron algo? No, fue un temor, una atmósfera y una indudable actitud de fondo en muchos de ellos, en algunos, sí, pero sobre todo una prevención y un temor de lo que podía suceder pronto, cuando algunos de los que allí se agolpaban ostentasen sus nuevas formas por las playas: ufanos y malencarados, ¡eh!; recuerdos aflorando o emergiendo nítidos, derrelictos, de días pasados en las playas: Son mis vacaciones, tío, así que lo mismo te llevas una hostia.
Exagero: volver, entrar de nuevo. Música ostentosamente nueva para la nuevas formas: el nuevo estar. No. Volver, volver.
Futuro, rebajas, ropa. Verano: una porción de tiempo razonable para invertirlo en pasear, en comprar, en matar tiempo. Salir, no salir, salir, entrar. Mucha gente: sólo eso. Mucha ropa y no me decido. Vueltas y vueltas: indecisión. Mirar, mirar. Quinta vuelta sobre el eje de la tienda y sigo mirando, sin decidirme. Llega más gente. Cuesta trabajo seguir moviéndose. Moverse: ¿para qué? Emprendo la sexta vuelta. Quizás salir, huir, pero llevo demasiado tiempo dentro y alguien se va a dar cuenta: debo comprar algo, lo que sea. Veo un gorro a tres euros, con eso bastaría. Es bonito. No lo es. ¿Apropiado para estas temperaturas? Multicolor, me gusta. No.
Agotado de los colores miro a la gente, pero se darán cuenta. Cada vez son más. Abandono el local al fin porque tengo una idea. Volver por la mañana, a primera hora: apenas habrá gente.
Al fin. Salgo con las mano vacías, pero creo que he vencido. Mañana volveré: habrá un final feliz. Planificar, pensar, diferir el triunfo en un futuro más o menos próximo: todavía es posible. Creo que he vencido, sí, pienso al salir a la avenida donde coches y coches y más gente atraviesan el calor como especies abisales en el fondo de un océano de lava. Van rápido, remueven veloces el fuego nadando: soy yo quien les imprime lentitud con mi mente en recesión.
Aún me costará recuperarme de la aventura.
Meses sin ver a nadie, apenas sin salir. ¿Qué fascinante novedad en prendas podía esconderse ahí detrás? Por lo que una tarde entré: camisas, pantalones y tal, nada nuevo, pero la gente. Ya en serio: había mucha gente, demasiada, y un alto porcentaje ostentaba las nuevas formas que afloran en verano, peor en las playas, aquí no hay aún, mejor así. Detesto el calor extremo, mi cuerpo sufre y el sufrimiento no me gusta, mi mente se licua, una mente líquida es beneficiosa en buena parte pero también, en otra no menos importante, debo considerar la conservación de partes sólidas en ella, y tierras emergidas, siquiera islotes; pequeñas, suficientes. Dicho todo eso, el calor no es excusa, no puedo permitirme el perder las formas, ¿por qué ellos sí? Es una exageración, quizá. ¿Me hicieron algo? No, fue un temor, una atmósfera y una indudable actitud de fondo en muchos de ellos, en algunos, sí, pero sobre todo una prevención y un temor de lo que podía suceder pronto, cuando algunos de los que allí se agolpaban ostentasen sus nuevas formas por las playas: ufanos y malencarados, ¡eh!; recuerdos aflorando o emergiendo nítidos, derrelictos, de días pasados en las playas: Son mis vacaciones, tío, así que lo mismo te llevas una hostia.
Exagero: volver, entrar de nuevo. Música ostentosamente nueva para la nuevas formas: el nuevo estar. No. Volver, volver.
Futuro, rebajas, ropa. Verano: una porción de tiempo razonable para invertirlo en pasear, en comprar, en matar tiempo. Salir, no salir, salir, entrar. Mucha gente: sólo eso. Mucha ropa y no me decido. Vueltas y vueltas: indecisión. Mirar, mirar. Quinta vuelta sobre el eje de la tienda y sigo mirando, sin decidirme. Llega más gente. Cuesta trabajo seguir moviéndose. Moverse: ¿para qué? Emprendo la sexta vuelta. Quizás salir, huir, pero llevo demasiado tiempo dentro y alguien se va a dar cuenta: debo comprar algo, lo que sea. Veo un gorro a tres euros, con eso bastaría. Es bonito. No lo es. ¿Apropiado para estas temperaturas? Multicolor, me gusta. No.
Agotado de los colores miro a la gente, pero se darán cuenta. Cada vez son más. Abandono el local al fin porque tengo una idea. Volver por la mañana, a primera hora: apenas habrá gente.
Al fin. Salgo con las mano vacías, pero creo que he vencido. Mañana volveré: habrá un final feliz. Planificar, pensar, diferir el triunfo en un futuro más o menos próximo: todavía es posible. Creo que he vencido, sí, pienso al salir a la avenida donde coches y coches y más gente atraviesan el calor como especies abisales en el fondo de un océano de lava. Van rápido, remueven veloces el fuego nadando: soy yo quien les imprime lentitud con mi mente en recesión.
Aún me costará recuperarme de la aventura.
viernes, 4 de julio de 2008
Antes de ver a Dylan
Bloqueo veraniego
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