jueves, 31 de marzo de 2011

Sucker Punch


Mientras comienza Sucker Punch recuerdo la manera en que Clément Rosset describe la grandilocuencia: una forma de alejarse de la realidad, cuando la realidad es lo único que debería importarnos, al hablar [1]; la grandilocuencia es una forma de hablar que se queda más cerca de las palabras que de las cosas, enamorada de las propias palabras que usa.

Quizás el extrañamiento de Schlovski fuese necesario para cortar el cordón umbilical con esa realidad de que la literatura venía preñadísima, tras el siglo XIX, pero también para golpear el culito del fin de todo manierismo que fue ese manierismo vital llamado vanguardia, y que la criatura se arrancase así, como en aria, a llorar. Schlovski o la vanguardia de la revolución rusa, antes de que la revolución sajase por delante o por detrás cualquier atisbo pequeñoburgués, no me fastidien con extrañamientos o con significantes que llaman la atención sobre los propios significantes.

No suelo ir al cine, siento gran decepción, por lo general, con las novedades, todas esas pequeñoburguesas gratuidades, gratuitas por innecesarias. La Filmoteca era otra historia, me encantaba ir: ah, la necesidad de la historia, su necesidad pero también sus contingencias; afortunadamente, la cerraron para hacer reformas, mejoras, se supone, y nunca más se supo: ya no tengo que moverme de casa. Qué suerte.

Sucker Punch es exactamente ese tipo de novedades de las que huyo. No es, en mi playlist, la peor categoría: en esta última entrarían las que me limito a no considerar, es decir: no hay peligro alguno, no hay por qué correr. Bueno, pues ayer decidí ir al cine. La casa se me caía encima. “Voy a salir, joder”, quise escribir en Facebook, pero luego pensé que mejor hacía con eso un poema. Lo hice de camino. Cuatro versos seguidos, al menos: algo es algo. De camino al cine, digo. Sucker Punch: grandilocuencia y videoclip, pensé al principio. Esa grandilocuencia con la que M. Night Shyamalan, por ejemplo, rueda cada una de las escenas de sus películas –al menos las tres primeras, son las que he visto-, como si cada una de las escenas, cada una de las palabras que pronuncian los personajes, fuesen vitales para la historia, cumbres en sí, solemnes de una forma un poco gratuita, sí, y digo un poco porque al menos las dos primeras, El sexto sentido y El protegido, me gustaron. ¿Me ha gustado Sucker Punch?

Mientras comenzaba Sucker Punch me acordé de los años 90 y del inicio de los tebeos de Image: todo muy espectacular, muy guay, pero ¿qué había detrás de todas esas imágenes enamoradas de sí mismas y de su contundencia, de su testosterona aparentemente rítmica pero sin ritmo en realidad, de ritmos chunda-chunda, en todo caso, y sin absolutamente nada que contar?

Recordé la otra película que he visto de Zack Snyder, 300: me gusta mucho Frank Miller, sí, pero aquella película, decidí mientras empezaba esta otra, no me gustó demasiado porque me pareció un Frank Miller un poco al estilo Image Comics. Fiel a Miller, pero el estilo Image Comics, el Image de los 90, se había colado en alguna parte del proceso. Recordé todas esas teleseries de los 90 que ya no me gustaban entonces, en los 90, por esa grandilocuencia de videoclip, de cámara lenta y de solemnidad porque sí. La película de Snyder avanza y veo que hay steam punk, video-clip y vídeo-juego. Algunas escenas se demoran y me aburro en un par de ocasiones, recuerdo cuando los Oasis, más o menos en la época de Image, sacaban su tercer disco, ese peñazo llamado Be Here Now, del que el propio Noel Gallaguer confesaría después: ponías una canción, te fumabas una cigarrillo, te dabas una vuelta por casa, luego salías a pasear al centro, y al volver… ¡aún seguía sonando esa misma jodida canción! ¿Por qué era tan jodidamente larga?

Pero Sucker Punch termina y decido que me gusta, encuentro que todos sus manierismos tienen sentido, que me han resultado disfrutables. Me ha gustado la versión femenina de “Search and Destroy” de los Stooges, me han gustado las batallas como desplazamientos fantásticos, metonímicos, representaciones de unos bailes que nunca se ven; me ha gustado el desplazamiento de realidades, allí donde había huidas y grandilocuencia de videoclip se conserva lo que me gustaba de aquellos videoclips con los que crecí. Me gusta que una de las batallas se desarrolle sobre un tren que se dirige a toda pastilla hacia una ciudad futurista, sobre uno de los satélites de Júpiter; porque, tío, alguno de esos satélites tiene posibilidad real de ser habitado alguna vez, si es que no está habitado ya.

Los clichés estéticos y de personajes, el cliché argumental con que la película comienza –el padrastro malísimo, tras la herencia-, que los personajes buenos sean muy buenos y los personajes malos sean muy malos: you, sucker, esto es un videoclip, una película exagerada y falsa, nada que ver con la realidad. Pero se dice al principio y se dice al final de la película: todo nos habla y las señales se reparten por todas partes, solo hay que saber escucharlas. Y que también hay ángeles, aunque no creamos en los ángeles; aunque estos no supongan más que un desplazamiento de la realidad, pero esta vez sin adaptación comiquera de por medio –sin partir de un cómic, Moore o Miller, para volver después a ese cómic de forma muy fiel pero sin poder evitar que algo delicado se haya perdido mientras se cerraba el círculo-, y que a través de todas las trampas que se quiera –están a la vista, bastante a la vista- y de los ritmos exagerados –puedes bailarlos- y los clichés exagerados –demasiado exagerados como para no considerarlos la sección de metales de la pieza musical- nos llevan de vuelta hacia la realidad.

El ruido y la furia, y todo eso.



[1] "Aproximaciones a lo real”, en Lo real. Tratado de la idiotez, Traducción de Rafael del Hierro, Pre-Textos, Valencia, 2004.


jueves, 24 de marzo de 2011

Bulimia cultural



Borges lo dijo poco antes y lo dirá poco después el autor posmoderno: antes que escritor, él es lector. Basta por pasearse por la blogosfera para comprobar que los ciberescritores y todos los creadores en general de nuestros días son, antes que nada, fabulosos consumidores culturales. Ah, la bulimia cultural, multiplicada hasta el infinito por la cultura del acceso instantáneo a cualquier información y también de lo gratis 2.0: la red como esa gran enciclopedia borgeana, que nos integra además, a poco que tengamos ciertas ínfulas de escritor, pero también de lector -¿se puede tener ínfulas de lector?- en la homérica cadena de El inmortal borgeano.


Se salvaría de la bulimia, en todo caso, el escritor recién caído del guindo, eternamente caído del guindo, pero es que estos, valga el "eternamente", estuvieron siempre aquí, entre nosotros, exhibiendo su anorexia hacia todo lo que tenga que ver con los otros y su obesidad a la hora de exhibirse a sí mismos: es aquel que cree que sus sentimientos y pasiones, perentorios, anteceden a cualquier manifestación cultural; manifestación que, en todo caso, si es que le prestase ojos u oídos, podría desvirtuar en algo, es decir torcer, las adánicas longitudes de onda de su valiosísima singularidad. Singularidades gratis. ¿Qué poetas lees?, puedes preguntarles. Y ellos te miran sin acabar de dar crédito a lo que oyen. Y casi puedes oírles decir, con desdén: "He dicho que escribo poesía, no que la leo".

Desdén hacia la influencia. Poesía: es un ejemplo. Aquellos que se creen sin doble, de camino hacia el infinito de sí mismos, juntos con aquellos que multiplican sus dobles, y los multiplican hasta el infinito. Bulimia cultural. Y abulia del bulímico. "Depresiones Biedermeier", que cantaban Astrud.

Acabar como Godard, cuando hace él mismo de personaje en su película Prénom Carmen. "Si el viernes no tiene fiebre, deberá abandonar su habitación. Esto no es un hotel", le anuncia el doctor. Y poco después la enfermera, leyendo las notas del papel que extrae de su máquina de escribir: "`Invisible, inexpresable´. Veo que hoy ha trabajado mucho, señor Jeannot. Pero ahora debe descansar".


[Actualización, 30 de marzo, 2011: Al final del segundo párrafo, donde escribí "Y casi puedes oírles decir" he añadido ", con desdén". Y en el inicio del párrafo siguiente he añadido "Desdén hacia la influencia".]

domingo, 13 de marzo de 2011

Cervantes de dos cabezas


Termino de releer La subasta del lote 49 con la impresión, seguramente exagerada, de que Thomas Pynchon ha escrito a cuatro manos, junto a Philip K. Dick, el Quijote estadounidense. Ambos escritores serían el Cervantes de dos cabezas del gran imperio del siglo XX, el imperio estadounidense.

En el siglo XX todo se volvió veloz, y el siglo renacentista europeo se condensa allí, en los EEUU, en una década, la década de los 50: la era dorada, soñada y bucólica, del american way of life; así como el siglo barroco se condensa en la década de los 60: la distorsión y la paranoia. He recurrido a una versión de pesadilla, como si el cuerpo de Menéndez Pidal fuese tomado por el espíritu de David Lynch; pero extiéndase ahora la égloga renacentista a los años sesenta, dado que dicha década completa el sueño americano con su crítica y su, como dijera Bertrand Russell, corazón abierto al gozo; y extiéndase la paranoia y la reacción -o contrarreforma- a los años setenta y ochenta, monstruo del sueño de la razón anterior.
Hoy, románticamente retrofuturistas, podríamos sentirnos decadentes y afirmar junto a Byron, esto es exagerar: "El Quijote fue un gran libro que acabó con un gran país". Dicen que Moby Dick es el Quijote norteamericano, pero se me ocurre que a lo mejor nuestro Mio Cid sirve también como analogía para Moby Dick: como definidor de la identidad nacional de una nación transnacional, venida del océano y lanzada hacia el océano de esta globalización llena de sombras.
La posmodernidad quiso anular la distancia entre alta y baja cultura, pero su Quijote ha tenido que ser escrito en dos versiones o partes, fracturado: Pynchon y Dick. ("¿Tú vendes esa mierda?", le preguntaron a Dick cuando trabajaba en una tienda de novelas de ciencia-ficción, y él respondió: "No solo la vendo, también la escribo"). Edipa Maas, la heroína de Pynchon, entra en la sala de subastas, al final de la novela, y ve el cogote del público. Uno de esos cogotes, sabe Edipa, se hará en la puja con el Tristero; con el sistema de un correo privado que no es nada privado, con la herencia de eso llamado civilización. O sea, y en metonimia, con su literatura: porque solo a esa literatura se le habrá de pedir cuentas acerca de sentido alguno.
Y esos cogotes que ve Edipa en la última página de la novela son los cogotes de los lectores.

viernes, 11 de marzo de 2011

Mi vida en mis cuadernos


-¿Qué demonios hago con mis maletas llenas de poemas?

-¡Arrójalos al río! ¡Al río! ¡Río abajo!


-¿Qué hacer con mis maletas llenas de ríos?

-¡Ábrelas! ¡Y qué corran, que corran poema abajo!

domingo, 6 de marzo de 2011

Dos fragmentos


(Uno)


La decepción de saberlo fallido siempre pero también la liberación de saber siempre cuán poco importa acertar o no, es solo una forma de esperar, y que (se) hace (al) esperar. Solo que te entristece no tener tiempo para hacerlo: te deprime y te perturba y ni siquiera eso importa, porque después llega, llega cuando has dejado de esperar, sobre todo cuando has dejado de esperarlo. Se hace solo y tú ya estabas ahí, es decir en otra parte, es decir donde debías estar para que llegara. Tratando de arreglar (de arreglártelas con) todo lo demás.


(Dos)


Esquivando las ramas, buscando entre las ramas. Debajo, con tu cesta.


[actualización: pequeña corrección/reescritura del primer fragmento, 11 de marzo]