domingo, 30 de noviembre de 2008
Los robots
sábado, 29 de noviembre de 2008
viernes, 28 de noviembre de 2008
jueves, 27 de noviembre de 2008
Las bestias
Buscar un bosque más allá, seguir nadando.
miércoles, 26 de noviembre de 2008
Los robots
miércoles, 19 de noviembre de 2008
La investigación
jueves, 13 de noviembre de 2008
Una reseña de Mario Levrero (III de... ?)
-¡El señor quiere saber si falta mucho para llegar a alguna parte! -exclamó el hombre, en tono de burla, y volvió a reír sin darme respuesta.
Mario Levrero, La ciudad, Plaza y Janés, Barcelona, 1999, p. 31.
(Imagen vía)
Una reseña de Mario Levrero (I de III)
Pero mi historia no pareció despertar el menor interés, y la dejé morir.
Mario Levrero, La ciudad, Plaza y Janés, Barcelona, 1999, pp. 23-24.
(Imagen vía)
lunes, 10 de noviembre de 2008
El informe
El jueves estuve en Kobe y comí en un restaurante construido sobre pivotes de madera, en el mar. Estaba decorado con extrañas cortinas amarillas y olía a rosas, a salitre y a pescado. Por la tarde, en el hotel, pasé todo el rato viendo la televisión; también por la noche, excepto un rato que dediqué a pasear.
De vuelta el viernes, fui a cinco o seis reuniones en cinco o seis puntos distintos de la ciudad. Antes del mediodía presencié un accidente de tráfico, quiero decir que vi los cuerpos mutilados de los accidentados. Por la tarde contemplé los rascacielos del centro desde un ascensor transparente, a la altura del piso quincuagésimo séptimo; creo no haber sentido ese vértigo fascinado de sí mismo desde que estaba en primaria y viajé con mis compañeros hasta Tokio por primera vez.
El sábado fuimos a ver a los padres de mi mujer. Para cenar mi suegro nos condujo a un restaurante español: un torero y una mujer vestida de gitana bailaban en el centro del comedor y yo volví a dejarme llevar por mis recuerdos, he vuelto a recordar mi infancia al probar el café, el viaje aquel de mi infancia porque también visitamos un museo, el museo estaba en la planta vigésima de un edificio ya viejo entonces. Allí probé por vez primera el café, me lo tendió una chica mayor que yo de la que estaba enamorado.
Al salir del restaurante una pareja discutía a voz en grito y he recordado un cuento de Kawabata adaptado y dramatizado para la televisión. Mi suegra ha gastado una broma que todos han reído con ganas, pero yo no la he escuchado y por lo tanto no me he reído, sino que me he limitado a mirarlos, supongo, con cara de lelo, porque pensaba en asuntos a resolver de mi trabajo esta semana que entra. Gasté lo que me quedaba de domingo trabajando en mi informe. Soru, mientras tanto, ha estado leyendo.
Me llevó todo el lunes terminarlo. Mañana lo presentaré.
domingo, 9 de noviembre de 2008
El contagio
Salimos del cine agotados porque Patricia ha tenido otro de sus ataques y la única forma de contrarrestarlos, ya lo he comprendido, es reproducirlos en mí mismo con la misma o mayor intensidad. Antes hemos comido en el restaurante del Instituto Oceanográfico, rodeados por escualos que se desplazaban lentos y mortales en torno de nosotros, vigilándonos tras las paredes transparentes del acuario circular. Lo peor había de venir después, cenando, pero porque la cinta era de miedo, o sea de vísceras, de monstruos, esas cosas. La policía ha estado siguiéndonos toda la noche, al parecer; el amanecer nos ha sorprendido en una iglesia, sus campanas han sido nuestro despertador. Agazapados tras una columna, hacíamos recuento de los raptos miméticos de esta semana. Hacíamos chistes sobre liarnos petardos con papel biblia. Tras tanta suma buscamos algo que nos reste, pero qué.
Solo tras el desayuno los medios han venido hasta el burguer y ahora todos saben nuestra historia. Al parecer, ahora todo el mundo se ha vuelto loco. Debimos hablar ante las cámaras con una inopinada aura religiosa, tal y como se debía entender, hace siglos, dicha aura, ese halo: infeccioso y eslabón de la imparable repetición. Nuestros captores han triunfado tras descubrir nuestro funcionamiento. Y que también estábamos agotados. Imitar no es simular, pensamos, así que hemos cambiado de bando. Se burlan, más allá de los barrotes: nos imitan. Quizás nos lleve demasiado tiempo mirar lo que nos queda.
jueves, 6 de noviembre de 2008
La princesa vikinga
La princesa vikinga inventó el mar
para que nos perdiésemos, borrachos
de aventura, y pudiésemos
echarla así de menos.
La reina del océano, aquella que devora
todo el sudor, partido de antemano,
como una nuez, entre sus quillas,
y nos ordena que rememos.
Como el fuego en su pelo pelirrojo,
para llevarnos, prende el huracán y la tormenta,
agita el mar como quien mueve
su cabeza asintiendo de forma distraída,
quizás para librarse de nosotros,
y arrastrarnos al fondo
de su saliva, donde habitan
engendros abisales que nos miran
para juzgarnos prescindibles,
peones de un tablero que no existe,
normas secretas para un juego
que se hace sin nosotros,
que sólo así ella gana,
esquirlas en su cuerpo de madera y de miel,
restos previos al maremoto.
La princesa vikinga es un hechizo
donde todas las flores son palabras
secretas y sagradas que tratamos
de recordar inútilmente,
un antiguo jardín que alguien perdió
por no saber cómo agradarla. Así su furia
descendió hasta nosotros y se hizo la noche.
La princesa vikinga es un caballo
con senos protegidos por lorigas de plata,
las alas poderosas de un mundo más allá
de los mapas, el músculo del cielo
y un río que desciende hasta el infierno
en misión de rescate.
Su rostro es una luna que nos clava sus ojos
y bebe el pensamiento
para darnos el camino de vuelta.
Amasa el pan cada mañana, el pan
que devoramos a diario
los héroes del amor.
domingo, 2 de noviembre de 2008
Vuelvo enseguida
Quiero decir, si no acaba con mi cordura el Windows Vista, que de momento no reconoce ninguno de mis dos escáners: no puedo, por tanto, acompañar con dibujicos unos cuantos cuentos y otras cosas que acumulo, espero -no se vayan para siempre, por favor, y vuelvan, vuelvan a ratos-, para Vds.