domingo, 9 de noviembre de 2008

El contagio


Salimos del cine agotados porque Patricia ha tenido otro de sus ataques y la única forma de contrarrestarlos, ya lo he comprendido, es reproducirlos en mí mismo con la misma o mayor intensidad. Antes hemos comido en el restaurante del Instituto Oceanográfico, rodeados por escualos que se desplazaban lentos y mortales en torno de nosotros, vigilándonos tras las paredes transparentes del acuario circular. Lo peor había de venir después, cenando, pero porque la cinta era de miedo, o sea de vísceras, de monstruos, esas cosas. La policía ha estado siguiéndonos toda la noche, al parecer; el amanecer nos ha sorprendido en una iglesia, sus campanas han sido nuestro despertador. Agazapados tras una columna, hacíamos recuento de los raptos miméticos de esta semana. Hacíamos chistes sobre liarnos petardos con papel biblia. Tras tanta suma buscamos algo que nos reste, pero qué.

Solo tras el desayuno los medios han venido hasta el burguer y ahora todos saben nuestra historia. Al parecer, ahora todo el mundo se ha vuelto loco. Debimos hablar ante las cámaras con una inopinada aura religiosa, tal y como se debía entender, hace siglos, dicha aura, ese halo: infeccioso y eslabón de la imparable repetición. Nuestros captores han triunfado tras descubrir nuestro funcionamiento. Y que también estábamos agotados. Imitar no es simular, pensamos, así que hemos cambiado de bando. Se burlan, más allá de los barrotes: nos imitan. Quizás nos lleve demasiado tiempo mirar lo que nos queda.

No hay comentarios: