martes, 1 de abril de 2008

Arriba, arriba, abajo, abajo, adelante y etc.


Arranqué pedazos de mi alma, los cocí e hice ladrillos con ellos. Muchos ladrillos: había material de sobra. Con los ladrillos hice un muro, un muro no: otra cosa, no sé qué, ocupé con ella la plaza de mi pueblo y seguí construyendo para hacer más grande eso, lo que fuese eso: cada vez más y más grande. No sabía qué podía ser, salvo que era grande, podía subirme encima y me subí: seguía mi labor desde allí, no paré hasta ver pequeños los pájaros, la gente, las nubes, los aviones, las azafatas de los aviones me saludaban al pasar, al parecer me había convertido en una celebridad, no, eso no, deliro: pero es que una me enseñó las pechos. Salí del país, del continente, vi la tierra y el mar, se separaban debajo y yo era un Moisés geoestacionario, no por nada, es que los satélites geoestacionarios circulaban como locos a mi alrededor, arremolinándose como moscas en el frío verano de las playas del espacio exterior, la línea de costa del cosmos, pero no había dúplex ni resorts, menos mal, ¿menos mal?. La Tierra y el Sol, con mayúsculas, por ejemplo: una vez vi una escena parecida en Supermán, pero yo prefería pensar en satélites, todo menos heroico y más mecánico: podía haber sido uno de ellos, pulular como una mosca programada por ahí arriba y emitir zumbidos hacia abajo, burlarme de mis receptores, ronronear en el regazo de sus máquinas, también hacia el sol, a ratos, pero decidí seguir mi camino, seguir con mis ladrillos, no podía parar, ¿por qué iba a hacerlo, si tenía la opción de seguir subiendo incluso hasta ese punto en el que subir o bajar son la misma cosa, dos correas para el mismo perro, los dos pechos de la misma azafata, pechos que brincan a mi paso, que vibran a cámara lenta en mis noches más calientes? A un lado o al otro ya no era más que continuar o dejarlo y dejarlo era de idiotas, así que seguí añadiendo ladrillos, cociendo más y más pedazos de mi alma para hacer ladrillos con ellos, tenía alma para rato, no acababa de sacar pedazos nunca, una suerte de reino de Jauja, maná moral cayendo del cielo de mí mismo, y hablando del cielo: pasé Marte y Júpiter y después Plutón, ese pobre, estúpido ex-planeta. Ahorraré detalles: llegué al fin del universo y vi el rostro de Dios padre. No, no el rostro de Dios. Vi el final. No hay final. Quiero decir que empecé otra vez de cero. ¿Hola? ¿Alguien ahí? En mi pueblo me miran raro, mientras cuezo ladrillos, después de saludar: me queda alma para rato. Empiezo la ascensión aunque esta vez quizás me quedé a esta parte de la órbita geoestacionaria, orbitando aquellos fulgurantes senos que entreví una vez, dedicados para mí, que la azafata guardará esta vez para sí misma, acaso ya en la otra parte del planeta, en las mismas antípodas.
Por lo que tengo una idea: sigo excavando, pero también ahora en la tierra. Construyo un túnel, no, un túnel no. ¿Aparecería en Nueva Zelanda, vería algún día el rostro verdadero de mi alma?
Ya fuera de bromas, ¿existe Nueva Zelanda?


PS: Con respecto a la imagen: es lo que he encontrado en Google tras teclear "Dante": aligerando, así que.
PPS: Acabé el libro de Vilas, a las siete y media, un rato antes de escribir esta entrada. Impresionante. Osmosis: avisé. Corran a leerlo. ¡Y no olviden vitaminarse e hipertextualizarse!

1 comentario:

Anónimo dijo...

me ha gustado mucho tu altazor inverso, posmoderno y albañil. sin apocalipsis, a diferencia de aquel; con Polaris World en un contexto que no es mítico porque el personaje se mueve en el espacio de los ex-mitos apropiados y reescritos por la ciencia, como la abolición de Plutón.
Que sí, vamos, ya en serio.