domingo, 21 de octubre de 2012

Gente tan aburrida




Recuerda a aquel amigo con afecto, pero también con fastidio. Para aclarar esa encontrada sensación, razona despacio y concluye que su amigo es buena persona. Buena persona, sí, pero ¡tan aburrido! 

Bueno, él también lo es. Seguramente, tal circunstancia los unió en secreto. Un secreto, incluso, para ellos: fue de forma inconsciente que congeniaron para aliar sus caracteres intolerablemente abúlicos, desesperantes para cualquier tercero que tenga la desgracia de acabar acompañándoles.  Aunque, reflexiona, su amigo es sin duda más aburrido que él. Y que, desde luego, y al margen de lo que piense el resto de la gente, él se aburre menos consigo mismo que con su amigo.

¿Por qué piensa en él ahora? Porque…  bueno, hace tiempo que no ve a nadie, apenas sale de casa, hasta las personas que disfrutan de su soledad deben sanear de vez en cuando las aguas de sí mismas, para evitar que se pudran. 

¿Por qué no llamarlo y quedar con él?

No parece sorprenderse, al otro lado de la línea telefónica.  Y si se sorprende, después de tanto tiempo sin tener noticias suyas, lo hace con tan pocas expectativas de que esa llamada vaya a cambiar algo de su rutina que es como si no se sorprendiera. 

Quedan en una cafetería. Desde el primer momento, ambos no cesan de bostezarse el uno al otro y es como una conversación codificada. Bueno, no hay tal conversación: no tienen nada que contarse. Las novedades de sus vidas desde que no se han visto son tan escasas e irrelevantes que se las han contado prácticamente todas en el trayecto que conduce desde la  puerta del local hasta le mesa. 

Así que, simplemente, bostezan. Bostezan y bostezan. Al principio, de forma más o menos disimulada; lo cual ya representa alguna clase de conversación, cifrada en toda esa estrategia de disimulos. Pero después lo hacen ya abiertamente: sus bocas abriéndose una y otra vez. 

La gente los mira de reojo, el aburrimiento de ambos es tan evidente que ocupa un espacio alrededor de ellos como la radiación lo hace alrededor de una bomba atómica caída. Y ellos insisten en sus bostezos, progresivamente menos espaciados entre sí, más continuados, más gigantescos. En un flujo creciente e ininterrumpido. Muchos clientes han abandonado el local, deprimidos, y los que quedan no acaban de entender por qué se aburren tanto, ignorantes de ese aburrimiento que se extiende invisible desde ambos amigos como una radiación; no comprenden por qué todo aquello que hacen o que consideren ahora les parece, de pronto, carente del más mínimo interés. 

Allí, frente a su fastidioso amigo, pero también rodeado de todos esos desconocidos, él es consciente de lo que está sucediendo. Si hubiese venido sin su compañía, ya sería por sí mismo un foco suficiente de transmisión y de contagio del más puro aburrimiento. Le gusta estar acompañado, ahora, por su amigo. Le ayuda en esta autoafirmación agresiva y de venganza contra los otros, tan entretenidos y divertidos los unos con los otros. Comprende que hay en su abulia una esencia de tozudez y de resistencia. La noche avanza y él se aferra a toda esa lentitud como quien apuesta por una estrategia para alcanzar la victoria. Bueno, por fin su amigo parece darse por vencido o, simplemente, va a posponer el ejercicio de su generosa indiferencia, la indolencia de su triunfo constante: aduce que al día siguiente debe madrugar. 

Él le dice que va a tomarse otra cerveza. Se despide de su amigo. Le dice: ya te llamaré un día de estos. Miente, va a tardar bastante en llamarle. No lo necesita. 

Se queda solo. Se pide otra cerveza. La noche empieza para él, aunque solo vaya a tomarse esa cerveza antes de regresar a casa él también.

No se da prisa en bebérsela, pero tampoco se demora. Bebe con la seguridad de quien se acaba de dar cuenta de que es un triunfador. 

Cuando termina su cerveza, paga y mira a uno y otro lado mientras se dirige a la puerta. 

En esa atmósfera cargada de aburrimiento y depresión, de gente que solo desea suicidarse, él siente que ha ganado. Piensa en todos esos parroquianos con fastidio, pero también con cierto afecto. Tanto, que se despide de todos ellos antes de salir.

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