domingo, 8 de febrero de 2009

Una vuelta por Londres


No he viajado demasiado, no tanto como me gustaría, pero siempre que regreso de un viaje pienso, y deseo: no pasará tanto tiempo hasta la próxima vez.

Hace dos semanas volví de Londres. He tardado una semana en reponerme.

No me acostumbro al momento en que el avión acelera segundos antes de remontar el vuelo, ni quiero hacerlo: soy adicto a ese momento. Porque mi chica nunca había viajado en avión mi placer, de forma vicaria, fue así doble. La miraba, porque la amo y suelo hacerlo y porque también, entonces, podía robarle esa primera vez. La virginal asunción del primer rapto. Sé que a ustedes les parecerá una tontería: a mí volar me sigue pareciendo una forma de milagro. He viajado en avión ya varias veces, pero quiero preservar la tontería. Más tonterías: espero que tampoco pase ni prescriba la sensación de extrañeza que me invade cada vez que viajo a un país en el que se habla un idioma diferente. He amado ese idioma a través de sus manifestaciones, de los imaginarios que juega a crear: todo ese nuevo mundo. Quizás por eso me cuesta luego reponerme. Toda esa energía mental, esa aventura.

No me gusta escribir en este blog como si fuese un diario, porque como se quejaba José Antonio Martínez Muñoz hace poco es muy aburrido enterarte de a qué hora desayuna uno y tal. Me aburren los diarios como me aburren las fotos de viajes, y las que eché en Londres son, supongo, las mismas que echo en cualquier lugar con mi móvil: cosas que me sorprenden, que me resultan curiosas, o pequeñas historias robadas, inventadas y/o superpuestas a la aburrida realidad. La foto que corona este post es una excepción, o porque había vallas poco turísticas; o porque al fin reconocía el Big Beng, tras no reconocerlo por la mañana -demasiado dorada, vi la torre entonces; aunque sí que vi una escena curiosa, justo debajo: una señora con burka sostenía entre los brazos a un bebé mientras su marido se arrodillaba y rezaba en dirección, supongo, a La Meca.

Sensaciones: el motivo de cualquier viaje. Por lo que uno se mueve. Salir de casa para cazarlas. Pero pasear por el centro de Londres me resultó una sensación muy similar a la de pasear, por ejemplo, por Madrid: he estado allí tantas veces que también allí he envejecido. Y sólo esa impresión de que hemos gastado en los sitios, y perdido, cualquier posibilidad, hace nuestros los sitios.

Menuda exageración. También he medio citado a Kavafis, creo. Exagero porque he gastado más tiempo en reponerme del viaje, por ejemplo, que en el viaje mismo. Aunque no cogimos ni un taxi ni un autobús, o el metro. Anduvimos lo nuestro. Es lo primero que hago, al llegar a un sitio nuevo. Patearlo. Explorar sus rincones desde cerca. Mi chica está de acuerdo. Más allá del centro, rincones maravillosamente diferentes. Más tarde, ya en Murcia, repaso el From Hell de Moore para descubrir los lugares mágicos por los que hemos pasado. He releído despacio, sobre todo, el paseo/lección de “Jack” con su cochero. Se me pasó el cementerio de los non-conformist, donde está enterrado William Blake. Para otro viaje, pues.
Vuelvo al centro una vez más. A través de la página de Forbidden Planet, por ejemplo, tienda que me recomienda mi compañero de trabajo José Ángel Hernansáez al saber de mi pasión por a) los cómics; b) los muñecos de super-héroes. Tienda que me apresuro a visitar al día siguiente de llegar. Cuando mi chica ve mi cara de pasmo en la tienda, me emplaza en la National Gallery. Que se va sin mí, vamos, y ya nos veremos después.

Pero al salir me pierdo. Vago una vez más, ahora solo. Márgenes y centro. Lugares semejantes, pero habitados por gentes que se mueven por otro universo invisible. Diferencias imperceptibles, pero devastadoras: el idioma. Aflorando visible, sí, en carteles y en conversaciones. Visible, nimio. Pero por debajo de la línea de flotación, sostiene un universo incomprensible.

Exagero. Invento, superpongo. Pido una pinta. Reencuentro a mi chica y pido otra pinta. Más tarde, en el hotel, descubro que puedo seguir con soltura el inglés en los tebeos, porque devoro con fruición el tomo de los Fantastic Four de Mark Millar y Bryan Hitch; en el avión sigo con el Amor y cohetes (recopilación de los relatos cortos de Love and Rockets) de los Hernández Bros. Me arrepentiré de no comprarme en Gosh!, frente al British Museum, el I Shall Destroy All The Civilized Planets de Flectcher Hanks , pues el recuerdo de sus viñetas me acompaña hasta ahora mismo. Quizás sea una buena manera de acostumbrarme al inglés, antes de saltar a los novelones, los de Pynchon –mi chica me disuadió de llevarme el último Pynchon, pero ¿por qué no lo traducen ya? Mi chica insiste: que no me lo lleve, que no es el momento. “Te amo, y si no te amo vuelve el caos”, le recito a Shakespeare con la mente, porque sé que suele tener razón -mi chica, y Shakespeare también.

Solo me doy cuenta de esta preocupación preponderante en torno al idioma después del viaje, ahora que redacto estas líneas, como dos semanas después. Pero en el British Museum acabo comprando dos libros y los dos son sobre lenguaje: Un Dictionary of Idioms and their origins (idioms: expresiones cuyas palabras no significan lo que dicen, aclara la contraportada; “gipsy phrases of our language” se cita, de otra cita, en el interior), y A History of Writing, un libro más esperable del museo que expone, entre otras “minucias”, la Piedra de Rosetta. De tres de las postales que me llevé, dos son pinturas con el tema de Babel (la tercera de William Blake).
En el aeropuerto, de vuelta, le enseño a Ana y a Lalo el muñeco de Thor. ¿Lo sacaría Lalo en uno de sus fantásticos cuadros? A la ida se enteró que me gustaban y estuvimos hablando de casas fabricantes de muñecos. Bueno, él se las conocía, yo no. Hasta me atreví a enseñarle dibujos de mis cuadernos, con el tema de los muñecos; porque él también los pinta. Pongo ese "también" en cursivas por razones evidentes: una semana más tarde visito su última exposición en Murcia. Fantástica. Y una semana más tarde, Diego, que asistía en el aeropuerto perplejo -perplejo una vez más: cómo amo a Diego- a nuestra afición por los muñecos, me propone que le presente su Diario de las bestias blancas en la Librería Escarabajal. Quiero decir que una semana después ya he vuelto a lo de siempre: bulimia cultural. Librería Escarabajal: aún recuerdo la aventura que viví allí cuando fui a la presentación de la novela Matar y guardar la ropa de Carlos Salem. Encantadores, tanto Salem como su editor. Y aventuras asombrosas con la anfitriona del evento. Aventuras que tenían que ver con el idioma, por cierto. Con su pronunciación.

Aventuras asombrosas que deberé dejar para otro post, aunque llevo meses difiriéndolo, dejándolo para un cuento. Porque la anécdota, la aventura, merece un cuento; como mínimo. Diferir, diferir. Como este post, que he tardado dos semanas en escribir. En este tiempo he terminado otro relato que empecé hace un año, sobre un dibujante español de tebeos que vive en Londres. He creído que era el momento idóneo para terminarlo, tras volver de mi primera visita a la ciudad. Lo he presentado a un concurso de cuentos, hacía años que no me presentaba a un concurso de cuentos. Si no me llevo ningún premio, habré olvidado el relato y no lo colgaré aquí. Si ganase algo, tendría un poco más de dinero que enseguida gastaría y el relato se publicaría en una edición pequeña, limitada y municipal que en cualquier caso acabaría arrumbada en los sótanos de algún edificio público; y tampoco podría publicarlo aquí, en el blog, porque las bases del certamen especifican que los derechos del relato ganador pasarán a ser propiedad del ayuntamiento de tal; no especifican plazo, para la cesión de esos derechos, así que supongo que es una cesión A PERPETUIDAD. Igual me he presentado. Y qué más da, vaya, he pensado. En cualquier caso, al limbo. El libro, al limbo. Según justicia del tiempo.

Mañana tengo un examen: Corneille. Otro idioma. Aunque decía Wallace Stevens que el inglés y el francés…; quiero decir: de vuelta a la cultura. Tal y como yo la entiendo: creo que voy a pedir algo a Forbidden Planet, antes de acostarme. Si el indefinido “algo” hace justicia a, por ejemplo, los Omnibus del Fourth World de Jack Kirby que no me llevé para no tener que facturar otra maleta en el aeropuerto. Llevo desde que volví de Londres dando vueltas para hacerlo, para no hacerlo. Abro la página, arrastro hasta la cesta de compra el Fourth World, el I Shall Destroy All The Civilized Planets, un buen montón de cosas. Luego cierro la página y la cesta se vacía automáticamente. Le comento mis neuras a mi chica. Ella me dice que ahorre. Y a mí se me ocurre el siguiente razonamiento, que le comunico acto seguido; que le comunico mientras se me ocurre, que solo se me ocurre porque se lo estoy comunicando:
a) ¿Para que me servirá el dinero, mi escaso dinero, cuando muera?

b) Por que no querrás, cariño, que me muera. ¿Verdad?

Ergo debo comprar.

Aún no lo hecho. Deshojo la margarita. Y en los huecos leo a Corneille.

Menos mal que mi chica, a estas alturas, se ha vuelto inmune a los impecables razonamientos de su chico.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

"Love and Rockets". Grande, grande, señor Tropovski.
I'll see you in London, que diría algún músico gallego ex-modernista.

Joseóscar dijo...

Nene, qué rapidez: comunicación instantánea; telepatía. Porque terminaba de añadirle fotos al post, cuando me ha llegado el mensaje de tu comentario al mail. Es una alegría saber que hay gente al otro lado tras tanto tiempo sin actualizar el blog.

Un abrazo bien canino. ¡Y Rena Titañón al poder!

Antonio Aguilar dijo...

Vaya, el Chota se equivocaba. Me ha encantado este desayuno inglés. Una nueva faceta de usted, tan hermosa. Me encanta el tono cercano, la fluidez de los hechos diarios, el hilván con sus aficiones.

Joseóscar dijo...

Qué cosas más bonicas me dice Vd., don Antonio. Nos vemos en nuestro diario desayuno palmareño. Un abrazo muy fuerte, neng.

Hautor dijo...

Cementerio de los non-conformist. Suena maravilloso.