sábado, 12 de julio de 2014
Después de leer `Martillo´ de Alejandro Hermosilla
Una vieja tradición rabínica proscribe el ejercicio de la profecía para los menores de cuarenta años -es la edad, por ejemplo, con que Moisés o Mahoma se convirtieron en profetas-, y no puede ser casual que sea exactamente la edad con que Alejandro Hermosilla publica su primera novela, Martillo. Quizás parezca exagerado, pero Juan Francisco Ferré califica este libro en su prólogo de peligroso y yo ahora sé que no bromea.
Conocí a Alejandro Hermosilla hace unos veinte años y ya me causó gran impresión. No conozco a nadie a quien no haya causado impresión conocer a Alejandro. Recuerdo una de nuestras primeras conversaciones, si no la primera, en las que Alejandro me dijo que tenía la necesidad urgente de ir al desierto, de perderse en él, de conducir su moto a través de la arena hasta encontrarse con alguien para detenerse, quitarse el casco y espetarle:
-Je suis un écrivain.
Lo que en otros puede parecer impostura, en Alejandro nunca lo es. Es fieramente verdadero. Verdadero y fiero, temible, peligroso. Igual que el desierto. Quizás todo escritor de verdad es, en realidad, un profeta. Todo profeta nace en un desierto, y veinte años después Alejandro ha regresado de ese desierto -el desierto del Sáhara, el desierto de Yemen, el desierto de Omán, el desierto de México- convertido en escritor con esta novela alucinada, perturbadora, peligrosa.
Su principio da cuenta de las andanzas de un viajero -que no de un turista- por Marruecos, narradas de esa forma con que solo puede narrar unas experiencias quien las ha vivido, y que lo ha hecho para ser transformado por tales experiencias. Pronto van saltando todos los diques y el lector asiste a un torrente avasallador, hipnótico, terrorífico muchas veces, que esconde entre los meandros incansables de sus visiones la narración, el ensayo, la poesía y el delirio, la admonición apocalíptica -esto es, reveladora- desde un credo contradictorio y multiforme como los restos de un espejo destrozado a martillazos.
Son reconocibles, por momentos, las influencias de autores tan dispares como Mario Bellatin o William Burroughs. La brillante apropiación que hace de los personajes de H. P. Lovecraft -en la que se enlaza la historia de Abdul Alhazred, también conocido como el Árabe Loco y autor del terrible Necronomicón, con la de un español preso en Argel llamado Miguel de Cervantes- convierte además esta novela en una fastuosa, deslumbrante aportación al ciclo de los Mitos de Cthulhu. Y serían solo algunas de las muchísimas facetas con que brilla Martillo: el autor no se ha detenido ahí, ni en sus influencias ni en las numerosas referencias culturales que cita, siempre desde su inteligente y razonada, pero sobre todo vivida, asimilación, para desarrollarlas, imbricarlas en su narración y hacer más poderosas y devastadoras las conclusiones de su visión del mundo, de la decadencia de nuestra vieja Europa, de la triste y secular incomprensión entre Oriente y Occidente.
Una voz poderosa y personal nos lleva finalmente, a ritmo de versículo y de revelación, de locura y de verdad, a esa rara experiencia que el texto literario produce como en la antigüedad debían de producirla los textos proféticos: el temblor y la transformación de quien está al otro lado de la palabra del profeta, justo antes de ocupar el centro mismo de esa palabra; aquel que escucha al loco sagrado y sospecha que, tras hacerlo, no volverá a mirar el mundo de la misma forma.
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