miércoles, 6 de agosto de 2008

Aventuras asombrosas

Tomé un robot para viajar hasta la costa: resultaba barato, era la moda o a falta de demanda promoción. Los retropropulsores funcionaban con los impulsos cerebrales: iba listo; por el calor, lo digo, aunque el exoesqueleto iba dotado de refrigeración interna: estornudé y las cinco toneladas de armadura temblaron en su vuelo. Un trayecto de apenas media hora: las aves, los aviones se apartaban; incluso los satélites espía se desplazaban invisibles, alertados variaban sus órbitas, dispuestos a registrar el inminente encuentro. Yo aún no lo sabía, disfrutaba del viaje, de todo lo demás; al fin todo el poder era ya mío: poderosos sistemas cibernéticos, nanotecnología punta, monumental; cristal, neurosilicio; el tiempo y el espacio a voluntad de un implante de córtex y una coraza de titanio. Todo para viajar hasta La Manga. "Hemos llegado ya", dijo el robot.
Y al llegar pude verla: desde arriba, no oírla, sólo oía el rugido de los motores del ingenio. Durante mucho tiempo sólo la imaginé, burlando al tiempo y al espacio que insistía siempre en alza, dragón de dos cabezas, con su eterna expansión, en separarnos. Yo satélite ahora, San Jorge paralítico asistido, pude espiar su cuerpo: semidesnudo, semiobsceno, mortal, cuasi sagrado; pequeño desde arriba, desde cualquier otro lugar inaccesible. Ajusté mi visor para hacer zoom.
De hermosura espectral. Exuberante y distraída. Carnal y desalmada. Olvidada del mundo; reina del mundo en el exilio, en su toalla.
Olvidada de mí.
Sentí un vuelco en la parte central de mi robot. La acorazada, la vacía: donde estuvo hace tiempo un corazón.

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