miércoles, 6 de agosto de 2008

Variations sur le mannequin (IV)


Tras un largo trayecto en coche llegamos a las cuatro y a las cinco estábamos durmiendo, a las seis desperté pero los demás dormían aún, por lo que leí un rato arrullado por el gemido del mar; a las siete, como cada una de las horas previas, sonó el reloj de pie: ellos seguían durmiendo y yo leyendo, a las ocho fui a la cocina a comer algo y después salí al jardín a echar un cigarrillo, pero sobre todo me concentré en las estatuas, griegas de o por imitación; sólo cuando dejé de mirarlas de reojo para considerar si echar otro cigarrillo y dormirme de nuevo por todo resultado, y serían las nueve, las estatuas empezaron a moverse: quizás dormía en realidad, pero las seguí de cualquier forma a una prudente distancia: no eran estatuas sino maniquíes, se movían de un lado para otro, lentos pero con seguridad, caminaban incansables alrededor la casa: a las diez estaba agotado y a las once quise despertar a estos, no podía yo también abandonarme al sueño, debía ponerles sobre aviso, pero su sueño era extrañamente profundo: supuse que también, a esas alturas, ya indestructible. Sonaron las doce, la hora de las brujas: se me heló la sangre porque si dormía ya nunca despertaría, los maniquíes tomarían el mando, tomarían nuestras vidas, tomarían nuestro lugar; si estaba soñando y despertaba, quizás trajese el horror de sus rostros inexpresivos conmigo; sonó la una y un siglo después las dos, tres siglos más tarde dieron las tres: no lo lograría, el sueño se apoderaría de mí; podía escuchar a esos malditos maniquíes moviéndose allí afuera, mortalmente silenciosos en torno de la casa: no, no podía dormir. A las cuatro caí rendido. Soñé con un viaje en coche y me acompañaban personas sin rostro aunque alguna vez los tuvieran para mí; no sé si en el sueño o en la realidad, pero oí un reloj de pie, el reloj de la casa: daban las cinco. Después las seis y las siete, me incliné despacio: las ocho, ¿desperté?

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