sábado, 1 de marzo de 2008

El escritor raro: un relato


(Contrahomenaje al Vizconde de Lascano Tegui)
El rastro a seguir no era fácil: el original de su primera novela, no édita, se perdió al arder el camarote que ocupaba, camino de Vancouver; la segunda, mecanoscrito igualmente único y no publicado, fue arrastrada y presumiblemente deshecha más o menos despacio hasta la nada, entre el lodazal y el agua –¿hasta la nada o hasta el barro?-, en la riada que asoló el casco nuevo de Perugia, en el setenta y tres. De la tercera conservaron durante un tiempo las tres únicas copias, al parecer, tres respectivos amigos: el primero murió, con la suya en el equipaje y dicen que a medio leer, en un accidente del helicóptero que lo transportaba a través de la jungla amazónica para hacer un documental cinematográfico; el segundo olvidó la resma de folios en un lupanar de Santa Fé; el tercero, sencillamente, desapareció sin dejar rastro como si nunca hubiera existido, se supone que también con la novela de nuestro autor.

Quien escribió, además, dos libros de poemas: el destino quiso para ellos un final predeterminado, al menos, por él. Uno lo arrojó al Sena y otro al Támesis en dos sendas noches bajo la influencia del hada verde o absenta. Con estos antecedentes debía haber capturado mi absoluta atención, pues ahí, imaginaba aconsejándome a mi amigos y mis editores, había un buen libro; pero yo cada vez estaba menos por la labor debido a tres circunstancias en un grado diverso de justificación posible, a saber: la más sensata, que todo podía acabar resultando una patraña evidente en cuanto despejase un par de incógnitas y así el caso perdiese todo su misterio; la más paranoica, que la patraña, la broma, me podía estar dedicada porque alguien sospechaba un mínimo interés inicial por mi parte y cuanto más me involucrase en el caso, más haría el ridículo; la más irreal y fantasmagórica, la que hizo que entendiese que ya no podía, a pesar de todo, dar marcha atrás, que el destino de cualquier trabajo escrito en torno a su figura podía resultar equivalente al de sus obras.
Lo imaginaba en cualquier parte del globo y lo encontré a la vuelta de la esquina, como quien dice. No detallaré el laberinto de pesquisas en el que me perdí, si no intrincado en el espacio tampoco en el tiempo, la investigación ni la deducción. Vivía en una vieja casa a las afueras de su pueblo, apenas a media hora en coche de mi actual lugar de trabajo. Al acercarme a ella eran las nueve de una sofocante noche de junio y él mecía su silleta de playa afuera, delante de un pequeño televisor con el volumen suave y en cuya pantalla un coche se estrellaba contra otro con estridencia. Bajó del todo el sonido del aparato, al verme.
-No lo entiendo –dijo al rato, una vez hechas las presentaciones y aclaraciones pertinentes, cuando le conté los detalles de su leyenda y mi propósito de relatarlas de forma fehaciente, tras levantarse e invitarme a mí también a hacerlo para acompañarle hasta su biblioteca y regalarme, dedicado, uno de sus numerosos libros envueltos en amables portadas: ocupaban en exclusiva tres estantes del salón-. No lo entiendo, de veras, porque llevo viviendo en Abanilla toda mi vida.

No hay comentarios: