Sentía cómo me invadía la brutalidad. A la vista de todos, sonreía relajado y bajaba la guardia. Regresaba la vanidad, la sensación de no necesitar nunca más parapetos, ni una trinchera de tristeza constante: no más la alarma como forma de vivir.
Era la felicidad. Y me estaba amargando la vida, arruinándome despacio -no sabía si de forma irreversible, ¿había tiempo para hacer algo?- la verdadera felicidad.
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