vivían junto a un puerto, lo cual facilitó una nueva historia
en que Edelmira llegaba temprano, y como tuvo diez minutos libres
fue al kiosco, compró flores y caramelos, después miró la hora,
cruzó el paso de cebra en dirección a un centro comercial
mientras él no encontraba aparcamiento y al abrir se topó con ese guitarrista
que tocaba canciones absurdas, sin sentido, y le echó unas monedas,
ella no terminaba de decidir su regalo mientras él olvidaba
un cuaderno y un tarro con pastillas, pero lo verdaderamente difícil
viene después de la noticia, dos horas más tarde:
en el baile, tras la cena, una mano detiene la navaja
de un impostor o de un infame, en todo caso
usurpador de la noticia siempre triste de la muerte,
aunque no se cumpla; un gacetillero refiere el caso
en un periódico de sucesos de la tarde, y en el cafetín,
entre tijeretazos entusiastas y ancianos que saben,
él le daba las gracias por llamar a menudo mientras
el telón de la historia se rasgaba y manaban ríos de ¿cordura y buen hacer?
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