Miré hacia atrás: si no veía luz alguna, delante, vería al menos mi estúpido cuerpo quedando atrás. Pero mi cuerpo no estaba. Me detuve: eran mis piernas de siempre las que me sostenían sobre el suelo encharcado por la lluvia de la tarde; miré mis manos, las palmas abiertas de mis manos, encharcadas por las lágrimas: eran mis manos de siempre, las que ahora buscan en los bolsillos de mi chaqueta acostumbrada el tarro de las pastillas para arrojarlo lejos.
Rebota contra el suelo pero desvía la trayectoria que mi mano le imprime por la inercia de un cuerpo que se acerca a gran velocidad, un coche que pasa ya casi junto a mí, casi a mi altura; me arrojo contra su guardabarros: frenazo, el ruido de la colisión, mi sangre, alguno de mis miembros (¿un brazo, una pierna?) se desprende huyendo de este infierno de tedio; creo, parezco percibirlo (al dejar de percibirlo), pero no puedo verlo: veo borroso y después pierdo la consciencia. ¿He muerto al fin, he muerto, he muerto?
Dejo atrás un cuerpo, lo miro por el espejo retrovisor y creo reconocer mi viejo cuerpo, destrozado y desmembrado, junto a unos contenedores en sombra. La sangre que mancha el parabrisas, supongo, es mi antigua sangre. Voy a tercera: meto la cuarta. Miro el espejo interior y sigo siendo yo. Pero algo ha cambiado. La marcha entra suave, acelero despacio. Llueve otra vez. He llegado al fin de la ciudad. Es de noche, no hay luna y adivino a mi alrededor centenares de árboles.
Podría estrellarme contra cualquiera de ellos. Son hermosos. Espectrales, hermosos. Subo de marcha y sigo acelerando.
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