No me lo podía creer, la chica más bonita de las gafas de pasta de color naranja que había estado cruzándome a diario durante meses en la biblioteca pública se quitaba ahora sus gafas de color naranja y todo lo demás, el vestido y toda la ropa, antes de deslizarse entre las sábanas de la cama de su pequeña habitación, en su pequeña casa de una sola habitación, mientras yo trataba de arreglármelas con su viejo tocadiscos. Cuando me di cuenta de todo, me desvestí con premura y la acompañé entre las sábanas.
Sonaba al fin la música, música lenta, música triunfal: delicadamente triunfal, dando vueltas, una tras otra. Hicimos el amor toda la noche, con la urgencia y la avaricia de los que llevan tiempo deseándose.
Nos despertó a media mañana el ruido de las bombas.
No nos atrevimos a salir en todo el día. Seguíamos las noticias por la radio, así nos enteramos de que toda la ciudad salvo su barrio, el barrio del Infante, había sido tomada. Ella se paseaba por la casa, asida a su jarrita de café, desnuda y nerviosa, vestida solo con unos calcetines. Yo me vestía a veces, pero la mayor parte del tiempo volvíamos a la cama. ¿Qué podíamos hacer salvo hablar allí en voz muy baja, acariciarnos el pecho y hablar de nuestras cosas, irnos conociendo lentamente mientras sonaba la música muy baja, música muy lenta y delicada, viejos vinilos dando vueltas, y esperar así a ver qué sucedía?
La cosa iba para largo, comprendimos el tercer día. Salíamos juntos para coger comida y volvíamos pronto. Por la noche, los chicos del barrio recorrían el barrio, ruidosos y furiosos, a bordo de sus motocicletas: era su forma de aguardar, de esperar a ver qué sucedía. Una noche, como solíamos, nos apostamos en las ventanas para espiar el exterior. Y vimos a las chonis del barrio vestidas de superheroínas. Los bares del barrio seguían funcionando, funcionaban más y más ruidosamente que nunca. Los chicos y las chicas, broncos y broncas, iban y venían asidos a sus grandes vasos de bebidas. Bebidas que podían emborracharte en un abrir y cerrar los ojos. Bebidas que podían volverte loco tan solo con olerlas. Podíamos imaginarlo.
Soñamos con salir, salir y emborracharnos. Tendremos que salir, le dije. Vistámonos de superhéroes, me dijo ella. Preparamos unos vinos mezclados con refrescos, a modo de improvisado entrenamiento. Ella se puso medias de rejilla rotas y se tiñó el pelo de rojo. Yo me puse una chaqueta de cuero suya, me corté el pelo de una forma desordenada y estrafalaria. Hice pedazos mi camiseta.
Íbamos a combatir a nuestra forma, le dije medio borracho. Oh, sí: la amaba, pensé en la sobriedad que me quedaba. Era, pensé mirándola, mi amante nueva en esta guerra nueva, en esta guerra insospechada. Yo solo deseaba que durase, nuestro nuevo amor. Bandadas de aviones huían de la ciudad al caer el día, mientras las alarmas antiaéreas cantaban su canción antigua y estridente de las alarmas antiaéreas.
Ya verían todos, le dije tras cerrar la puerta a nuestra espalda, cerrándola con llave y dejando la llave puesta, puesta y a la vista de cualquiera que necesitase esconderse en alguna parte, por una temporada; en alguna parte, en medio de esa guerra. Ya verían todos, dije, cuando esta ciudad fuese al fin nuestra.
2 comentarios:
"vimos a las chonis del barrio vestidas de superheroínas."
Joder... Como diría mi abuela, "Que Dios te conserve la imaginación." Superhéroes garrulos en el Infante...
¡Es que eres la leche, jajaja!
(Aparte las chonis, diré que la imagen me recuerda las contraportadas de los discos de Sonic Youth de los ochenta.)
(Aparte el comentario anterior, este cuento es más chispeante que el otro, aunque el otro parece más acabado.)
¡Pues tengo más versiones en el horno! :D
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