lunes, 3 de octubre de 2016

Las ciudades del otro lado


Así llegaron un buen día, como de entre la bruma, los rostros dudosos de todos esos extranjeros, así como el rumor de sus extrañas e indescifrables lenguas. Habría que hablar, en todo caso, de una leve pero constante, firme sensación de que ahí, al otro lado, lejos y en alguna parte recóndita, había la existencia fehaciente de otras muchas, muchísimas ciudades.  Tantas como estrellas había en el cielo, y como ellas invisibles a lo largo del día.

Solo durante la noche brillaban en forma de sensación neblinosa y de sospecha, una sospecha que solo en ocasiones llegaba con la excitación o la inquietud propias de la novedad. Pero transmitían también la maravilla, el pánico, el terror.

De manera periódica regresaban las dudas, las preguntas, ante esas manifestaciones: ritmos extraños, sombras de sombras de sus formas de vivir; la incógnita de todos esos pueblos, sus costumbres: sus dioses o sus ciencias, sus dichas y sus miedos, sus logros y sus crímenes, sus libertades y sus servidumbres, sus orgullos y sus vergüenzas, sus refinaciones y sus intransigencias, sus esplendores y sus zonas de penumbra.

Y su definitiva oscuridad.

Aunque para los soñadores la experiencia de recibir noticias de aquellas extrañas ciudades llegaba de manera individual: respiraciones entrecortadas, tranquilas o agitadas por algún sueño de gentes solas y sin rostro que dormían a su vez.


Hubo una vez, en fin, una ciudad aislada desde siempre del resto del mundo, y donde la noticia de la existencia del resto de ciudades llegaba a través de los sueños.


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