jueves, 8 de mayo de 2008

La vida es sueño


Me compré un patinete, así que patiné. Aterricé en unos rosales, quiero decir que me di de bruces contra ellos, que me comí las rosas, vamos. Me dejé las espinas, no soy tonto del todo. No me gustaban especialmente. Las rosas, digo. Pero seguí comiendo. Me puse enfermo con tanta rosa, y quién no; pero la enfermedad debía quedarme bien porque tres muchachas hermosas como rosas, jóvenes como rosas, rosas no enfermas, vinieron en torno de mí con sus risas y sus prendas holgadas, olorosas como rosas, miré por si tenían espinas, no lo parecía.
Me sacaron de paseo, me llevaron a un acto público, había mucha gente, yo necesitaba aire fresco, enfermo de empacho aún, por tanta rosa, no sé si aquello era lo que yo necesitaba pero ellas se empeñaron, ¿cómo negarme? Enfermar, empachar, empeñar. Vino alguien que conocía, un crítico literario, ¿por qué un crítico literario? Porque estábamos en un acto literario, en un recital, una presentación: ah, bueno. ¿Por qué tanta gente, en una acto así? La literatura estaba de moda, la poesía, todo eso: todo el mundo estaba loco. La gente saca a pasear a la poesía y eso está bien. A mí también me sacan. Me sacan y me encierran, me vuelven a sacar. Luego me encierran. El crítico, mi amigo -¿crítico y amigo? ¿Cuántos locos más hay en esta historia?- miró la rosas que me orbitaban, riendo como locas rosas, y yo en medio, enfermo, por las rosas, loco por las rosas, por las de verdad, no las metafóricas: las flores; las muchachas eran simpáticas pero no eran para enfermar, sí para llevarlas de paseo; como ellas me llevaban a mí. Mi amigo el crítico, digo, las miraba y luego me miraba a mí. Después a ellas, después otra vez a mí. Como yo de la torre al palacio y del palacio a la torre. Una y otra vez. Sin fin. Mucho menos feliz. Creo que me envidiaba. Él también debía de estar loco.
-¿Vas a inventar el Don Juan ruso, chico? -me espetó; yo quise decirle que ruso no, que polaco en todo caso, ¿a qué huelen las rosas en Polonia? Pero mi cerebro, como acostumbraba, funcionó por su cuenta, sin contar conmigo, y dije (o quizás balbuceé):

-Ya existe: Eugenio Oneguin.

Se dio la vuelta, parecía enfadado, como si lo hubiese pillado en falta. Reía, también, no sé. Gritó:

-¿Qué dices? ¡No se te entiende! ¡Habla en cristiano!

Quizás balbuceaba, ya digo. Pedí a mis chicas mi patinete, pero no sabían dónde estaba. Seguí preguntando alrededor y nadie parecía haberlo visto. Debía volver a mi torre, de vuelta una vez más. Ir andando hasta allí aseguraba que no me comiese otro parterre de rosas, o tampoco era seguro. Di un paso y después otro. La fiebre empezaba a bajarme. Di otro paso más. Ojalá saliese pronto. Salir de la torre: sí, ¿pero hasta cuándo?

(La locura abofetea, obscena, las rosas

José María Corbalán)

3 comentarios:

Hautor dijo...

Very good. Dan ganas de comerse una rosa (de verdad).

Anónimo dijo...

Salir sí pero ¿de qué torre? Genial, me faltaba éste ¿quién o qué inspira a quién o a qué o a cuál? Ah... Estoy deseando tenerlo todo en libro (todo no, tus maravillosos microcuentos de tu microuniverso).

El cuentacuentos dijo...

Muy bueno, las risas y las rosas. Muy bueno.

Enhorabuena por el blog. Me lo dosifico como esencia (de rosas).