domingo, 23 de marzo de 2008

Apagó el cigarrillo: miró hacia el océano


El coche se detuvo con un suave ronroneo del motor y una alarma luminosa que anunciaba el fin de la tormenta parpadeó tres veces: podía ver el agua salir de las esclusas a borbotones, los pasos de los hombres en desorden recorriendo la cubierta, desfilando invisibles por las sombras de las escotillas anegadas por la marejada y la lluvia; pasaban las nueve y debía trabajar rápido, antes de que la barcaza arribara al pantalán. Salió y se deslizó bajo el aguacero. Traspasó la verja de un salto, antes de que el ruido del portazo llegase arriba y las agujas de los sensores se volviesen locas mientras Erika, creyendo que las labores de su turno estaban terminadas, se aprestaba a que sólo le restase dormitar junto al brasero y una novela abierta.

Los delfines nadaban con rapidez detrás de las enormes paredes transparentes. Abrió una escotilla mientras le explicaba que los adiestraban para la guerra.

-Van en grupos reducidos –explicó el monitor-, y nunca han sido protegidos porque las clasificaciones hechas hasta ahora no cubren su enorme variedad.

-Francamente, esta mañana no estoy para necroscopias –susurró Manuel a su compañera; ésta se inquietó por si los oían, y sólo le respondió cuando se quedaron algo rezagados de los demás:

-Te jodes. Alguien debe realizar nuestro trabajo.

Un tipo vestido de tortuga ninja se acercó a nuestro grupo. “El reconocimiento microscópico deben realizarlo los equipos veterinarios”, dijo. Arrastraba un aparato con ruedas del que emergían cables como tentáculos, que se movían siguiendo el espasmódico ritmo de una música ambiente.

Sí: podía verlo y oírlo todo desde allí arriba. Apagó el cigarrillo. Miró hacia el océano.

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