jueves, 13 de marzo de 2008

Cuatro:


La que vivió siempre en las nubes, metafórica mental y espiritualmente, literal físicamente, quien me enseñó a volar cuando aún me arrastraba, quien me sacó de las cuevas tras enseñarme el fuego para convertirse en mi cueva y arder así conmigo, porque el aire caliente es más ligero flotábamos, porque me precedía y andaba siempre por delante ella reía cuando yo corría para tratar de alcanzarla: después de algunos años volver así al pasado, riendo, riendo, con todo ese futuro en forma de días como piezas por ensamblar, catenarias hacia arriba, también escaleras, mecánicas, fáciles; porque subir es bajar y bajar es subir, algo que saben todos quienes vieron de forma responsable el Barrio Sésamo; porque una mala temporada, tormentas y calmas chichas, después siga buscando pero siempre es una mierda; porque sí pero no, en mi recuerdo, y aún la deseo, pero sigo viéndola una y otra vez desde la enorme ventana abierta de su casa en un piso veintitrés, aquella noche, tendida hacia un vacío que no era tal vacío, sino una céntrica plaza en la ciudad que se erigió hace quince siglos, dicen, yo sé que para que nos conociésemos, viéndola arrojándose por sorpresa pero por qué, y yo al otro extremo de la plaza, mirando justamente entonces para ver cómo tras una fulgurante carrera aérea pulverizaba su cuerpo contra el desnudo pavimento de una helada noche de finales de febrero, fue cuestión de segundos, miraba segundos antes a su ventana por imaginarla, por saberme ya con ella, arriba, y yo debajo; con un montón de flores.

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